Yo no estoy a favor de la mentira. De verdad. Tampoco estoy a favor de la muerte, la enfermedad o, ya puestos, los chistes malos. Pero, por más que me manifieste contra esas cosas, seguirán existiendo. Las mentiras llevan tiempo multiplicándose gracias a las redes sociales. Y seguirán multiplicándose: verán en cuanto se desarrolle la inteligencia artificial. Las tecnologías de la información, incluyendo la imprenta, conllevan ese problema: difunden por igual lo verdadero y lo falso. Y a casi todos, un día u otro, nos atrae lo falso. Siempre que nos convenga o se ajuste a nuestros prejuicios y convicciones, por supuesto.
Como cualquier tipo de censura resulta impensable, me temo que hay que aguantarse. Es lo que tiene la libertad de expresión.
En cuanto a eso que llaman “lawfare”, que podríamos definir como el uso fraudulento de los juzgados con fines políticos, tampoco es nuevo. Lo que no entiendo es por qué haya de provocar dimisiones el hecho de que se investigue a alguien, se impute a alguien un delito o se acuse a alguien de un delito. La presunción de inocencia permanece vigente hasta la condena.
Mónica Oltra no debería haber dimitido en 2022: el montaje de Vox y de la inefable Cristina Seguí no se sostenía por ninguna parte, salvo por el furor de la derecha valenciana, los titulares de casi toda la prensa y, hasta donde alcanzo a recordar, el escaso interés de los suyos por respaldarla. Estaba aforada. Podía (y debía) mantener ese privilegio parlamentario. Cuando la causa quedó sobreseída, ya era demasiado tarde.
Rita Barberá, ex alcaldesa de Valencia y senadora por el PP, no dimitió ni renunció a su aforamiento cuando la Fiscalía de Valencia trasladó al Supremo un sumario por presunta malversación de dinero público. El asunto, que sus rivales políticos, muy especialmente Mónica Oltra, explotaron a fondo, fue desestimado por el Supremo. (Barberá murió con otra causa abierta, ésta por blanqueo de capitales). Otro ejemplo de“lawfare” y de condena por titular periodístico, con posterior absolución, sería el de los famosos trajes de Francisco Camps, expresidente popular de la Comunidad Valenciana.
La organización ultraderechista Manos Limpias ha denunciado ahora a Begoña Gómez, esposa del presidente del Gobierno, por los supuestos delitos de corrupción y tráfico de influencias. La denuncia se basa en informaciones periodísticas, algunas ridículas, otras no tanto. Un juez ha admitido a trámite esa denuncia y ha abierto una investigación. Habrá que ver si el juez consigue indicios mínimamente sólidos de que Begoña Gómez ha cometido alguna irregularidad. De momento no hay más.
Ignoro el motivo por el que Pedro Sánchez, presidente del Gobierno, dice plantearse la dimisión. Está en su derecho. Yo no le veo la lógica.
¿Hay jueces que prevarican? Sí. ¿Tiene el PP un “brazo judicial”? Sí. ¿Publica falsedades la prensa? Una parte de ella, todos los días; la otra parte, sólo de vez en cuando. ¿Quién tiene la mayoría en el Congreso de los Diputados, pese al “lawfare” y la canallesca? Pues ya está.
La independencia de los jueces da cobijo a truhanes, cierto. Pero sin independencia judicial y sin separación de poderes no hay sistema democrático. Tampoco lo hay sin libertad de expresión. La democracia, como ideal, está muy bien. En la realidad, la democracia es sucia y confusa. Disculpen el topicazo churchilliano, pero viene al caso: la democracia liberal (especialmente, añado, la democracia liberal con redes sociales, prensa al servicio de intereses partidistas y jueces chungos) es la peor forma de gobierno, si exceptuamos todas las demás ensayadas hasta la fecha.