Todo en su vida ocurrió demasiado rápido y excesivamente pronto, en oportuna sintonía con la velocidad que en términos históricos ha acompañado siempre a las monarquías. El mismo día en el que murió su padre, Cristian VII de Dinamarca fue proclamado rey desde el balcón del palacio de Christiansborg (Copenhague), apenas unas semanas antes de cumplir diecisiete años. Unos meses después, se casó con la princesa de Gales Carolina Matilde de Gran Bretaña, hermana del rey Jorge III de Inglaterra y dos años más tarde nació el que sería su único hijo, el príncipe Federico.
Hijo de un rey alcohólico con ligera tendencia a la agresividad (Federico V) y alumno de un tutor, el conde de Reventlow, que le generaba auténtico pavor desde muy niño, este monarca danés tuvo una infancia compleja en donde la sombra del maltrato sobrevoló en su posterior desarrollo. Realidad que podría haber condicionado las derivas psicológicas que sufrió después. Aunque tenía periodos de lucidez y demostraba inteligencia, personalidad triunfadora y talento, aseguran los historiadores que padeció un severo cuadro esquizofrénico, hecho que de ningún modo alteró su destino como rey. No así su responsabilidad marital en el territorio exclusivo de lo íntimo.
Su matrimonio fue un despropósito desde el principio y el reconocimiento público de su ausencia de amor hacia la princesa Carolina no hizo sino normalizar y justificar una vida plagada de excesos y orgías. Su "amiga" más asidua en aquel entonces era Anna Cathrine Benthagen, una prostituta muy conocida en Copenhague que lo acompañaba a visitar los burdeles de la ciudad y junto con otros compañeros, a protagonizar sonoros altercados con la policía. Tal y como se mostraba de manera fidedigna en la película protagonizada por Mads Mikkelsen, Alicia Vikander y Mikkel Boe Følsgaard (encargado de dar vida al excéntrico Cristian), "Un asunto real", el monarca era bastante dado a organizar grandes fiestas en palacio y a perderse reiterada en el calor multitudinario de las camas ajenas.
En ocasiones, cuando se sentaba a la mesa, Cristian VII arrojaba pedazos de comida en la cara de los ministros y demás invitados importantes y se recreaba de manera gozosa al permanecer mirando con los ojos entrecerrados a quien se le diera la gana hasta el momento exacto en el que el damnificado se dejaba de poner nervioso o se golpeaba la cabeza contra las paredes del palacio hasta hacerla sangrar o abofeteaba sin ningún tipo de motivo a alguien con el que estaba sosteniendo una conversación puntual.
También tuvo episodios de masturbación crónica: una satisfactoria aunque contraproducente afición si se practicaba con ese nivel de obsesión que mantuvo preocupados a los médicos de la corte los cuales creían que podía dañar su crecimiento o desarrollo normal (mucho peor que la leyenda absurda de la ceguera). Afortunadamente, los episodios de onanismo recurrente no los llevaba a cabo frente de importantes funcionarios y burócratas, ya que para ellos tenía una bienvenida bastante diferente. Cuentan que cada vez que alguna de estas personalidades hacía una reverencia ante él, el rey optaba por saltarles encima.
Las consecuencias de su enfermedad mental fueron empeorando con el paso del tiempo y ocasionándole fuertes episodios de enajenación mental en donde la incertidumbre de posibles complots imaginados contra su persona enturbió su ya conflictivo mandato a pesar de las reformas liberales implantadas en el reino gracias a la enorme influencia que tuvo sobre él su médico de confianza Johann Friedrich Struensee, al que nombró Consejero de Estado y el cual se convirtió en el amante de su esposa. Cristian VII de Dinamarca murió con 59 años aceptando en la actualidad que la causa de su fallecimiento fue un aneurisma cerebral. Su lema escogido para la coronación bien podría haberle servido de manera paradójica para encabezar su despedida: "Gloria ex amore patriae".