Una “l” la separa de lo sagrado. Algo le sobra a Holly para ser santa, por eso se sitúa en un umbral, en un espacio intersticial, como la película que protagoniza. De eso se trata, suponemos: de fabricar una atmósfera de ambigüedad alrededor de un personaje que puede tener poderes sanadores, sobrenaturales, o, simplemente, encarnar una empatía benéfica que los que sufren perciben como milagrosa. Al final, tal vez el problema de “La chica que sanaba” es que parece el retrato de un misterio cuando en realidad habla de los demás, de los que rodean a ese misterio, de la necesidad de creer en algo en un mundo propenso a la fatalidad y al vacío, de la proyección de un trauma colectivo al que solo le importa que le sequen las lágrimas.
Es desconcertante: la cámara está pegada a Holly pero nunca sabemos realmente ni lo que siente ni lo que piensa, a pesar de que su viaje emocional -de ser víctima de acoso a ser virgen de los desamparados- es enorme, y, sin embargo, estamos seguros de que la fe es lo que le importa a Fien Troch, la directora del filme; esa fe que compra abrazos y resquebraja rocas en una comunidad atravesada por el duelo. Lo más grave es que Troch nunca se pregunta en qué cree Holly. Así las cosas, lo que podría haber sido un ‘riff’ belga de “Carrie”, pasado por el tamiz del drama social de periferia, se queda en una indefinida tierra de nadie.
Lo mejor:
El retrato de una sociedad que parece vivir en una permanente necesidad de consuelo.
Lo peor:
La ambigüedad que impregna su protagonista acaba por convertirla en un folio en blanco.