“Civil War” abunda en el terreno de la distopía política, que imagina escenarios plausibles en los que el condicional (el “y si…”) plantea estimulantes (y escalofriantes) reescrituras de la Historia. Philip Roth (“La conjura contra América”) pensó en una América antisemita bajo el mandato de Charles Lindbergh, y Philip K. Dick (“El hombre en el castillo”) en una nueva distribución geopolítica después de que las fuerzas del Eje ganaran la Segunda Guerra Mundial.
Si Joe Dante, en la notable “The Second Civil War”, se adelantó casi treinta años a Alex Garland al especular, en clave de sátira, con que la bipolarización ideológica de su país podía acabar en guerra civil, el director de “Aniquilación”, tan proclive al apocalipsis (recordemos que el guion de “28 días después” era suyo), aspira el belicoso aire de los tiempos y lo exhala colocándonos, in media res, en una América eviscerada, en la que no importa tanto quiénes son los culpables, demócratas o republicanos, sino retratar la locura a la que parece estar predestinada el mundo cuando no hay nadie al mando, cuando la política no ha sabido medir su poder para sacar el animal que llevamos dentro.
No es que “Civil War” sea apolítica, sino que los motivos de esa guerra acechan en un fuera de campo que es nuestro imaginario colectivo. Las imágenes que todos tenemos del asalto al Capitolio del 6 de enero de 2021 le permiten a Garland adquirir una posición neutral, porque todos conocemos de sobra los motivos del conflicto. De ahí que los protagonistas del filme sean periodistas, testimonios directos, objetivos, de los desmanes de la guerra, liderados por una fotógrafa experta (espléndida Kirsten Dunst) de camino a Washington para entrevistar a un presidente acorralado por las facciones rebeldes.
La enorme eficacia de “Civil War” funciona a dos bandas: por un lado, la película se beneficia del clima prebélico en el que parecemos inmersos, convirtiendo un escenario distópico en un futuro posible e inmediato, que podría estallar mañana en las noticias, contagiándonos sin esfuerzo el clima de caos y terror que retrata; y, por otro, es especialmente hábil en la planificación de las secuencias de tensión, con mención extraordinaria para la escena protagonizada por un Jesse Plemons que clava el papel de ejecutor sin escrúpulos. El británico Garland sabe que, como extranjero, saldrá malparado de una discusión política, y prefiere la visceralidad al mensaje ideológico. No es una mala opción, teniendo en cuenta que el mundo está en llamas.
Lo mejor:
Que nos haga sentir que su distopía está a la vuelta de la esquina, y la espeluznante escena de Jesse Plemons.
Lo peor:
El final es algo anticlimático, y habría estado bien que el personaje de Wagner Moura demostrara que tiene algo que escribir.