Ahora que sí estamos de verdad en las vísperas, quiero rescatar los recuerdos de Semanas Santas perdidas. No sé por qué me asalta la evocación de una Madrugá en la que el realismo mágico paseó por las calles de la ciudad. Quizás sea por la atmósfera que ha quedado después de la extraña lluvia de arena o de sangre, que parece más acorde con este tiempo de iluminaciones devocionales. Fue hace en la Madrugá de diez años cuando murió Gabriel García Márquez. Recorrían la ciudad las hermandades en ese tiempo suspendido y sonámbulo de la noche. Pensé en cómo sería la novela que Gabo podría haber escrito sobre la Semana Santa de Sevilla: «El día en que lo iban a matar, Jesús se levantó a las 5.30 de la mañana», comenzaría el escritor colombiano su particular 'Crónica de una muerte anunciada'. Y quién sabe si volarían por el cielo negroazulado arcángeles arcabuceros del barroco colonial mientras él paseaba con su guayabera blanca. En esa noche el escritor de 'Cien años de soledad' buscaría palios con rosas amarillas, su flor encantada: «Mientras haya flores amarillas nada malo puede ocurrirme», solía decir. Como en la Semana Santa de Sevilla todo es posible, ¿por qué no imaginar que Gabo caminó, en tránsito entre la vida y la muerte, por aquella ciudad de 2014? Seguro que quedó asombrado por el aire de Roma andaluza, de Bética resurgida, que rodea los pasos de misterio que parecen escenas de costumbres de la antigua Hispalis. Y de seguro que quedaría sobrecogido con el barroco de contraluces y por el romanticismo de Corte Chica de los Montpensier de algunos palios. Lo imagino en esa Madrugada escribiendo puro realismo mágico en el momento de nudo místico: 31 vencejos sonámbulos bebieron el aceite de los candiles de ánimas, 1567 nazarenos ascendieron a los cielos como la Amaranta de 'Cien años de soledad' y 7 velas de candelería se apagaron al mismo tiempo. Mientras la multitud, como un animal gigante y mitológico, respiraba en silencio a la espera de algo milagroso.
