“Solo hay una raza, la raza humana, y simplemente hay diferentes colores”. Eslóganes así han acostumbrado a marcar las campañas de United Colors of Benetton, de la empresa italiana Benetton Group, desde mediados de los años 80. El diseñador Oliviero Toscani daba la bienvenida entonces a un mundo multicultural, escogiendo modelos de diversas razas y acompañándolos de atuendos coloristas que durante las dos décadas siguientes, a fuerza de incrustarse en un imaginario colectivo, podían llegar a invocar la retranca. Hoy día es fácil que cierto esfuerzo de inclusión en Hollywood sea recibido con un comentario sarcástico retrotrayéndose a los esfuerzos de Toscani, pero lógicamente quien lo haga debe tener la edad suficiente para recordar esas imágenes. De ahí que sea tan extraño lo de La familia Benetón.
La familia Benetón cuenta cómo un hombre algo chapado a la antigua queda al cargo de los cinco hijos adoptados de su hermana recién fallecida. Los hijos susodichos ofrecen un crisol de etnias y procedencias que predisponen al chiste fácil: parecen protagonizar un catálogo infantil de Benetton. El problema está en que La familia Benetón es una comedia pretendidamente familiar, y se supone que sus chistes bienintencionados quieren divertir a los más pequeños de la casa: niños y niñas que difícilmente tienen algún recuerdo, o han llegado a articular algún juicio, sobre el aparato publicitario de Toscani. Para mayor extrañeza, en ningún momento de la película se hace referencia directa al chiste: el personaje de Leo Harlem se llama Antonio Benetón. Eso es todo. Un apellido como otro cualquiera.
Con lo que no es que haya algún gag que los más pequeños solo puedan pillar al crecer —estrategia habitual del cine familiar, por otro lado—, sino que la complicidad adulta se construye de forma más sutil. El título guiña un ojo, da la bienvenida a un espectador talludito que bien pueda pensar que el Universo de Marvel se empezó a echar a perder a fuerza de meter mujeres y negros, y anuncia que la sala donde se proyecte esta película será un lugar seguro para él. La presencia de Leo Harlem redondeará la jugada. Su extrañeza ante la situación, sus comentarios calculadamente ignorantes, modularán un álter ego para ese espectador, que durante hora y media podrá reírse con alivio de chistes parecidos a aquellos que ya no se siente tan cómodo haciendo en otros lugares. Por el motivo que sea.
Antonio Benetón es un españolito cuñado. Eso implica que es racista y machista, seguro que “políticamente incorrecto”. Entre los múltiples comentarios xenófobos que dedica a sus protegidos y la película plantea como ocurrencias entrañables —referencias a saltar vallas con el chico marroquí, temor de que el adolescente mexicano se haya metido en los Latin Kings, confianza en que a la niña china se le dé estupendamente la tecnología—, destaca cuando en una escena va a leerle un cuento de buenas noches a la más pequeña —una niña de Mali que cree que le está haciendo vudú—, y se sorprende de que este venga escrito con lenguaje inclusivo. Naturalmente no hay nada más ridículo para él.
La familia Benetón no es la primera comedia familiar producida en España que se burló del lenguaje inclusivo. En A todo tren: Destino Asturias ocurrió también, y lo más gracioso de esa película fue cuando a su director y protagonista Santiago Segura le cuestionaron frontalmente el cariz de estas burlas en una entrevista. Segura pareció ponerse nervioso y se amparó en que solo era humor. Lo habitual, que no quería ofender a nadie y que sus personajes no tenían por qué ser modelo de conducta. Más allá de la común transformación del lenguaje inclusivo en punching ball, hay otras cosas que comparten La familia Benetón y la filmografía reciente del cineasta más taquillero de nuestra industria.
La productora, para empezar. Bowfinger International Pictures, dirigida por María Luisa Gutiérrez y el propio Segura. Bowfinger es la principal responsable de que periódicamente lleguen a las salas comedias familiares, de rótulos y repartos parecidos, con una habilidad hasta ahora infalible de arrasar en taquilla. También está el hecho de que Joaquín Mazón, firmante de La familia Benetón, dirigiera a Segura en la reciente La Navidad en sus manos, y de que cuando la proyección de su última película clausuró el Festival de Málaga se acordara afectuosamente de él: “He tenido un maestro que es Santiago Segura, al que he recurrido con llamadas telefónicas”, dijo Mazón en la rueda de prensa.
Santiago Segura es, en efecto, un maestro. No se lo podemos negar. La familia Benetón le debe su existencia —y probable éxito— a la ristra de comedias familiares que Segura ha venido dirigiendo durante el último lustro. Padre no hay más que uno, en 2019, ya presentaba al pobre hombre a cargo de varios niños —en este caso mediante una sinopsis tan mínima como que la madre se había ausentado, la misma que la película original que adaptaba, la argentina Mamá se fue de viaje—, e incluso contaba con Leo Harlem en el papel de escudero de Segura; rol que en La familia Benetón viene a ejercer El Langui. Entre otras cosas, el éxito de Padre no hay más que uno vino a confirmar que Segura podía seguir arrasando en taquilla dentro de otro registro cómico, alejado del personaje que le había dado la fama.
Esto es, del policía José Luis Torrente, que había protagonizado cinco exitosas películas entre 1998 y 2011. Pero, ¿tan lejos quedaba Torrente del Javier que ahora encarnaba Segura en Padre no hay más que uno y sus secuelas? ¿Hablábamos realmente de otro registro cómico? Lo que no se puede negar, desde luego, es que Padre no hay más que uno —y A todo tren, y Vacaciones de verano— son películas dirigidas al público familiar, y no comedias negras como las de Torrente. Pero, más allá del target, ¿hay diferencias tan significativas? El dispositivo cómico de Segura se mantiene anclado a una España cañí (arquetípicamente conservadora) cuya agobiada reacción a los cambios deviene comedia. Esto es tan cierto en Torrente como lo es en La familia Benetón, ahora con el rostro de Harlem.
La diferencia es que la saga de Torrente, inspirada por las sátiras de Luis García Berlanga, no tenía piedad con el personaje. O, mejor dicho, no le sometía a ninguna redención. A Segura le costó tan poco cambiar Torrente por Padre no hay más que uno porque la operación era así de sencilla: para que Torrente se convirtiera en cine familiar, bastaba con que Torrente asegurara aprender una lección al final de la película. Era un cambio sutil pero decisivo: gracias a él Segura no solo mantendría los números de taquilla, sino que los amplificaría ingentemente. Porque ahora las familias podían entrar en la sala.
La operación ha sido orgánica, perfecta. En su día Segura lamentaba que los niños quisieran parecerse a Torrente, así que pasándose al cine familiar no tenía por qué volver a preocuparse de eso. Pero, por muy eficaz que haya sido dicho cambio —uno que pasa por conservar el humor de Torrente para reubicarlo en historias edificantes, “con moraleja”—, Segura no lo realizó de forma instantánea. Sin rodeos, con Maribel Verdú, fue rodada con intenciones equívocas entre Torrente 5 y Padre no hay más que uno. De hecho, bien podría haber hallado Segura el impulso que necesitaba… en una comedia previa de Leo Harlem.
Las trayectorias de Segura y Harlem han sido casi simétricas. Harlem es un nombre veterano de esa escena stand up comedy que justo empezó a calar en España a finales de los 90, cuando Torrente se convertía en el rey de la taquilla. Sobre los escenarios Harlem construyó un personaje muy reconocible. Con su habla veloz y chulesca, Harlem recordaba tanto a los incomprensibles balbuceos de Antonio Ozores como a un parroquiano cualquiera que pide la cuenta de forma ingeniosa en su bar de confianza. Despertaba tal familiaridad —sonaba tanto a España—, que tras el inevitable cameo en Torrente 5 Harlem triunfaría forzosamente en televisión, y llegaría a protagonizar sus propias películas en tiempo récord.
El personaje que interpretaba siempre era, con variaciones, el de sus monólogos. Una creación muy socorrida para protagonizar comedias para adultos: Villaviciosa de al lado, su debut protagónico, relataba las consecuencias de que les hubiera tocado la lotería a los clientes de un prostíbulo, mientras que la más tardía Como Dios manda encontraba a Harlem como funcionario machirulo trabajando en el Ministerio de Igualdad. Pero el personaje no tenía por qué reducirse a esto, tenía capacidad de hacer carrera en el tipo de comedia que podía venirle bien a las finanzas de Segura.
Padre no hay más que uno demostró que el tándem Harlem-Segura era imbatible allanando el camino para La familia Benetón. Solo quedaba aprovechar el rédito de la escuela Ocho apellidos vascos en cuanto a su explotación de los choques culturales. Películas donde los españolitos cuñados pasaban de descubrir que las mujeres también eran personas a hacer lo propio con distintos colectivos enmarcados en una variable otredad. Cundirían los buenos sentimientos, las enseñanzas con las que el público familiar se sintiera cómodo. Pero, sobre todo, seguiría habiendo barra libre de chistes rancios.
Acotada de esta forma su genealogía, La familia Benetón sorprende lo suyo aún así. La película de Mazón parece no tener interés alguno en disimular el encadenado de mutaciones reaccionarias que la ha traído a las carteleras, porque ni siquiera se esfuerza en darle una redención convincente a Antonio Benetón. El personaje de Harlem aprende a querer a sus hijos adoptivos, pero dentro de este amor consolidado no se explicita que haya adquirido respeto por las culturas y ascendencias de los chavales.
Es la prueba definitoria de que La familia Benetón no está protagonizada por un personaje racista, sino que es racista en sí misma: la subjetividad del personaje de Harlem determina todo lo que ocurre, y por ejemplo permite sin sonrojo que un acercamiento romántico entre el chico marroquí y su vecina se articule como una parodia directa… del paseo en alfombra mágica de Aladdin. La familia Benetón ejemplifica que esta operación ideológica ya no necesita salvoconductos para seguir dominando la taquilla española y mantener vivo a Torrente. Todo ha sido tan fácil, al final, como tomar al público infantil de rehén.