Con la avidez del profesional de la frasca que se pimpla un par de chatos de morapio sin pausa entre ellos, leí el reportaje de Rebeca Argudo sobre los talleres que brotan en las entrañas de algunos museos. Un tanto borracho sí me quedé ante el despropósito amparado por Urtasun y los suyos y, cómo no, sufragado por la magia de nuestros impuestos. No me aclaré demasiado sobre las propuestas de los carnavaleros ponentes, pero al menos entendí algo: los museos representan «un espacio de dolor». Eso me llegó al alma. Si lo sabré yo, lo del dolor… A bordo de un Renault 12 ranchera recorríamos cada verano zonas de España y Francia, durmiendo en hoteles humildes pero relimpios. Mi...
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