Limitarse a calificar de farsa las elecciones en Rusia podría llevar a la equivocada conclusión de que Vladímir Putin, que ha obtenido un 87 por ciento de los votos, no tiene respaldo social entre sus compatriotas. Lo cierto es que Putin cuenta con apoyos importantes en su país. Lo que ocurre es que el resultado del domingo no obedece a que Rusia sea una democracia con elecciones limpias y con alternativas creíbles para la alternancia en el poder, sino que es el veredicto de las urnas de una tiranía en tiempos de guerra. La dictadura rusa ha sido extraordinariamente eficaz bloqueando a los disidentes que le importaban, especialmente a los que argumentaban contra la guerra, y permitiendo, en cambio, que sí participaran candidatos de pega, autorizados para maquillar el sistema. El hecho más cruel del régimen es que Putin no esconde sus crímenes contra los opositores, sino que los comete a la vista de todos, desvergonzada y cínicamente. Lo mismo hace con sus amenazas de una tercera guerra mundial, que repitió el domingo, afirmando que las tropas de la OTAN ya están desplegadas en territorio ucraniano y que no es necesario que el presidente francés presuma de su intención de enviar otras nuevas. Hace tan sólo un mes, Levada, un centro demoscópico que se declara independiente (con lo que eso puede significar en una dictadura como la rusa), avisaba de que un 86 por ciento de la población respalda a Putin, la cifra más alta en seis años de presidencia. Cuentan en ese apoyo factores nacionalistas, el miedo al enemigo externo que avienta el Kremlin, pero también una cierta bonanza económica. El desempleo está en mínimos históricos, debido a la falta de mano de obra que ha provocado la movilización militar, y los salarios han estado creciendo en los últimos meses del orden del 20 por ciento, una cifra que supera por mucho el ritmo de la inflación que ha descendido a un 7,7 por ciento interanual. El gobierno ha abierto una brecha presupuestaria importante con generosas pensiones, subvenciones hipotecarias y ayudas directas a las familias que tienen miembros en el teatro de operaciones militares. Esto obliga a evaluar el éxito de las sanciones promovidas por Occidente. Por lo visto, Moscú ha tenido más éxito que Bruselas y Washington a la hora de lidiar con las restricciones. Rusia ha conseguido remodelar a fondo su economía en apenas dos años, cambiando su dependencia comercial de la UE por las manufacturas chinas e indias. Ha generado una flota fantasma de petroleros que ha llevado crudo a todos aquellos países que han querido desafiar las sanciones (principalmente la India) y sigue recibiendo bienes europeos de contrabando a través de países como Turquía y Kazajstán. Un papel destacadísimo en la transformación económica lo ha tenido Elvira Nabiúllina, la presidenta del Banco Central ruso, que ha logrado estabilizar el rublo, blindar a su sistema financiero de las sanciones y mantener la inflación en márgenes razonables. Putin inicia su sexto período en el poder convertido en un dictador total. Ahora tiene seis años por delante en los que teóricamente no tendrá que legitimarse interiormente. Un escenario favorable para afrontar las decisiones difíciles que asoman en el campo económico. Del fondo de más de 100.000 millones de euros que acumuló antes de la guerra, ya sólo le queda la mitad. El panorama no es nada tranquilizador a la vista de su creciente influencia en África y su probada capacidad global de corrosión de las democracias. La reafirmación de la dictadura de Putin en Rusia proyecta, además, una sombra decisiva sobre el proceso electoral en Estados Unidos, incluso sin necesidad de intervenir de manera irregular en el mismo.