Se necesita escarbar en los tormentosos meses del verano de 1939 para descubrir y recuperar una de las grandes sentencias del siglo XX, emanada de la mente y las vivencias de Winston Churchill. Cuando Chamberlain regresó de Múnich con un papel que había firmado con Adolf Hitler diciendo “aquí está la paz”, Churchill le dijo: “Ha sacrificado el honor para evitar la guerra. Sepa que tendrá guerra habiendo perdido el honor”. Esta frase, que expresaba la incredulidad de que ningún pacto o buena voluntad con el dictador alemán garantizaría la paz, fue reutilizada y pronunciada esta semana por Emmanuel Macron desde el Palacio del Elíseo. Macron de esta manera, bajo la terrible realidad, explicaba y comunicaba a su pueblo y al mundo entero su decisión de no permitir la caída de Ucrania ni una victoria de Vladimir Putin, e incluso reiteró la posibilidad de enviar tropas francesas para ayudar a Ucrania a mantener la batalla con Putin y con Rusia.
Los últimos meses han sido vertiginosos en Europa. Nos tendríamos que remontar a 1939 para poder encontrar una época similar a la actual. Mientras Macron declaraba en horario estelar que permitir la caída de Ucrania sería permitir la caída de Europa frente a Vladimir Putin, en Alemania se reiteraba que la principal inversión y política alemana estaría destinada a reconstituir el ejército alemán destruido desde el final de la Segunda Guerra Mundial. Además, la principal partida de inversión sería en desarrollo industrial. El mundo tiende a olvidar esta época cuando se observa el ocio en aviones, el turismo y el gasto. Es inevitable establecer la comparación con la llamada “belle époque”. Entre los siglos XIX y XX se produjo una especie de burbuja de felicidad denominada “belle époque”, que terminó la mañana en la que fue asesinado el Archiduque Francisco Fernando en Sarajevo que dieron paso a la primera de las grandes guerras mundiales. En aquel entonces, tanto el Imperio Austrohúngaro como el Imperio Otomano se encontraban en crisis y declive insostenibles. Frente a eso, el Káiser de Alemania, Guillermo II, había conseguido establecer una hegemonía de control sobre la tecnología militar de esos días y había sobrepuesto su ambición sin límites en sustituir al Imperio Austrohúngaro y al Imperio Otomano por el Imperio de la Prusia Imperial.
Siempre me ha sorprendido que cuando se reconstruyen en la memoria aquellos días, se puede destacar que nadie quería la guerra, salvo el Káiser. Sin embargo, hubo guerra. En este momento, Alemania vuelve a ser el país líder de Europa, no solo con el ejército más grande, sino también el más competente. Gran parte de su presupuesto se ha destinado no a asimilar o a dar acogida a los inmigrantes o a crear canales de fiscalización y disciplina fiscal, sino a perfeccionar y crear Alemania como una potencia en el nuevo diseño militar y armamentístico de Europa. Al mismo tiempo que Suecia era incorporado la semana pasada a la OTAN, causando una gran incomodidad en el Kremlin y acercando un paso más hacia la guerra, en Dinamarca se anunciaba la reinstauración del servicio militar obligatorio y que se pasaría de un servicio social de cuatro meses a uno militar de once meses con preparación y entrenamiento.
Los vientos de guerra están instalándose en una curiosa escalada que tiene enfrente a alguien que parece el abuelo de la clase política europea: Vladimir Putin. En estos momentos, Putin es el dirigente que habla con mayor tranquilidad y experiencia. Él simplemente le dice a sus jóvenes colegas europeos que los límites de la defensa de su territorio, de la madre Rusia, le permitirían usar el gran arma creada desde la época de Oppenheimer, ahora que está tan de moda por la película de Christopher Nolan.
El mundo, como en la belle époque, quiere recuperarse del trauma que significó la pandemia y la posibilidad de morir sin poder respirar. Frente a ese fenómeno, que nos ha hecho sufrir a todos y nos ha amordazado con las mascarillas y las tenazas de las vacunas, descubrimos que en realidad todo puede terminar en un momento. De ahí que se pueda explicar esta forma de vivir del mundo en el que todo se reduce a tomar decisiones radicales sin pensar realmente en las consecuencias que puedan causar, todo sobre la premisa de que solo se ahorra cuando se confía en que habrá un mañana. El problema es que, tal como están las cosas, no se supone que habrá un mañana.
La gran respuesta a toda esta situación vuelve a estar más allá del Atlántico. ¿Qué hará Estados Unidos, el único país que podría competir con Rusia en el uso de armamento nuclear? El probable nuevo presidente, Donald Trump, habla y adelanta que su idea es no defender a nadie y prácticamente darle el tiro de gracia al Tratado del Atlántico Norte. Él no cree en un tratado de defensa mutua, sino que cada país debe rascarse con sus propias uñas. El problema es que eso significa la recomposición de una estructura del mundo que claramente dejó de ser bipolar o unipolar para convertirse en multipolar. No obstante, pese a sus intenciones, la realidad es que si Trump es elegido presidente no podrá romper la OTAN porque el llamado estado profundo de Estados Unidos no se lo permitirá.
Lo que es evidente es que el cambio de modelo de unos referentes de autoridad y de temor, como el planteamiento bipolar entre la Unión Soviética y Estados Unidos durante casi 50 años, ha muerto. En este momento, el mundo es multipolar y realmente no hay que equivocarse con un Putin que ha sobrevivido a todas las circunstancias sin preocuparse por tener una democracia formal y vivir en el enfrentamiento permanente.
Rusia está mejor que lo estuvo en muchos años, a pesar de las imposiciones, las penalizaciones y las condenas morales como consecuencia de su invasión a Ucrania. Aparte de los problemas internos permanentes que enfrenta la autocracia de Putin, los rusos han tenido un desarrollo económico como hacía mucho tiempo no tenían. Putin ha sobrevivido a todas las circunstancias sin preocuparse por tener una democracia formal y vivir en el enfrentamiento permanente, con Europa como su gran anhelo. Ahora, con Estados Unidos, debemos considerar cómo será un mundo multipolar, donde por áreas de influencia tendremos que acostumbrarnos a convivir con un Estados Unidos en declive, una Rusia que no ha desaparecido pese a todas las condiciones que había para que así fuera, y una China que ha conseguido convertirse en la segunda potencia económica del mundo, esperando su oportunidad para incidir y definir su papel. Y en medio de esta recomposición ha surgido un nuevo jugador que cada vez tiene mayor poder e injerencia en el tablero global, me refiero a India.
Aunque no se trata de la India heredada después del Imperio Inglés, con su estructura de gobierno basada en el inglés, el correo y las elecciones, sino de una India en manos de Modi que ha comenzado por cambiarle el nombre al país y ha continuado rompiendo toda posibilidad de equilibrio entre la minoría musulmana y la mayoría hindú. El papel de India en los próximos años será clave. El problema radica en averiguar si en ese mundo donde todos ansían juguetes nucleares, habrá un mañana y tiempo para ver quién será realmente el ganador de esta situación.
En 1939, se decía: “Dios sabe cuándo habrá otro otoño”. Hoy, estando a meses de que llegue un nuevo otoño, la moneda está en el aire y la cuerda cada vez está más tensa.