Casi todos tenemos la experiencia de ver que aquel compañero majo y divertido se convierte en un arrogante cuando tiene el mando. No hace falta un mando enorme, solo basta con ponerle la «gorra» en la puerta a un humano para que se estiré como una jirafa. Pero, ¿por qué? Dicen los psicólogos sociales que es verdad, que el poder nos cambia, aunque no siempre para mal. Hay lideres verdaderamente democráticos y capaces, expresan, que pueden ser muy positivos para el grupo y la sociedad. Los hay y los ha habido, pero no demasiados.
Los cambios suelen estar motivados por su necesidad de conservar esa posición, el logro de objetivos y crecer en su influencia social. Reconozcamos que quien acepta la responsabilidad, acepta una presión grande en este sentido. Vivimos en un mundo donde la productividad, es decir, la realización de objetivos, es la máxima. Otra pauta, ligada a esta es el éxito social, aunque sea «ser un bote de Colon y salir anunciado en la televisión» que decían Alaska y los Pegamoides.
Ser influyente es el sueño hoy en día de muchos, aunque tu liderazgo sea por ser el más tonto. Ser influyente significa creer que los demás te aman, que cada «like», llamada o visita, es un gesto de amor. Nada más lejano. Al poder nos acercamos por interés, y cuando se pierde, que siempre se pierde, la bajada al infierno es terrible.
Después están los psicópatas o narcisistas, un porcentaje escalofriante, según dicen. Estos personajes presentan de antemano rasgos que les facilitan el acceso a posiciones de mando, suelen ser seductores, aduladores y manipuladores, algo que enreda a los incautos que les creen.
Pero una vez que acceden al puesto comienzan a verse en sus actos. Se crecen, dejan ver su falta de empatía y sus inexistentes principios éticos.
Fácil es que desde aquí lleguemos a la corrupción, como vemos cada día. Mi opinión es que la gente más buena y de nobles principios acaba abandonando el poder, un espacio que corrompe.