El catolicismo, al contrario de lo que afirma la leyenda negra, ayudó a construir una sociedad más igualitaria en América, alejándose completamente del racismo religioso de las colonias británicas y Estados Unidos. España ha sido, de forma general, una nación bastante desgraciada a nivel historiográfico y su pasado ha sido reinventado y manipulado para atacar al país de forma constante. La imagen de una España atrasada, intolerante y controlada por una Iglesia tiránica es algo habitual para casi todo el mundo. Más aún cuando esta idea se entremezcla con la supuesta brutalidad de la construcción de los virreinatos en América. No obstante, y muy al contrario, fue el ferviente catolicismo el que impidió que en la sociedad española de ultramar se crease un sistema racista y discriminatorio, como si ocurrió, por ejemplo, en las colonias británicas.
Que la Inquisición no era ese organismo brutal y salvaje que muchas veces se oye o parodia ya es casi un tópico y numerosos historiadores y expertos se han ocupado de desmentirlo. Aún así, al hablar del proceso de expansión de España por América quedan todavía muchos mitos y medias verdades. El relato parece absorber a la historia y, sobre todo, se tiende a comparar procesos que nada tuvieron que ver, pues la colonización española se distancia de forma radical de lo que habitualmente entendemos por ese término.
Para los católicos, y más concretamente para la Monarquía Hispánica, el concepto de la conversión era clave. Todos los individuos, independientemente de su origen previo, podían y debían abrazar la cristiandad y la obediencia a Roma. Ese era el mensaje de Cristo y así debía hacerse. De tal manera, el principal objetivo de la Monarquía Hispánica era, aparte por supuesto del lucro, expandir de forma radical el catolicismo por todo el territorio. Desde el primer momento los habitantes autóctonos de la región fueron considerados, en palabras [[LINK:EXTERNO|||https://www.larazon.es/cultura/historia/isabel-catolica-reina-rica-gustos-pobre_2024031765f69a29649e3a0001674b12.html|||de Isabel I «la católica»]] tras la llegada a América en 1492, como súbditos legítimos de la corona que debían ser evangelizados.
Y es que la preocupación por cristianizar a la población local fue una constante durante todo el proceso de expansión española, y también marcó como se organizaría la sociedad resultante. Las misiones católicas y las encomiendas (un tipo de relación cuasi feudal en la que los «indios» servían a un español) proliferaron por todo el territorio. Aquellos que se convertían pasaban a formar parte de la sociedad española, si bien es cierto que con algunas características especiales. Algunas positivas, como el no pagar impuestos directos o no poder ser perseguidos por la Inquisición, y otras negativas, como la necesidad de pagar un tributo especial o realizar servidumbre.
Y ahora cabe preguntarse ¿Por qué sucedió esto? La bondad natural de los españoles, por mucho que pueda atraer esa idea, no parece una justificación muy buena. La realidad es que justo el elemento que más se critica de España, su ferviente catolicismo, produjo esta particular situación única en todo el planeta. La preocupación genuina por la conversión como la gran causa y la obediencia a Roma aseguraron que no hubiese un trato racista. La bula papal Sublimis Deus de 1537 dio una orden oficial a todos los católicos. Los indios tenían derechos y, por encima de todas las cosas, eran hijos de Dios con la necesidad de conocer y aceptar su mensaje. Si aceptaban a Cristo, nada diferenciaba un color de piel u otro. Tan en serio fue tomada esta idea que el papa Paulo III dio permiso al cardenal de Toledo de excomulgar a cualquiera que esclavizase o maltratase a los habitantes de América.
A la orden de estas ideas se aprobaron en 1542 las llamadas «leyes nuevas» para todo el territorio español. Estas normas, en nombre de los derechos de los indios en tanto que cristianos, daban por acabados cualesquiera malos tratos a la población americana acabando, en teoría, con la servidumbre forzada y la esclavitud bajo cualquier excusa. Aunque muchas veces estas normas no se aplicaron por los intereses de los gobiernos locales, la intención era enormemente clara.
La sociedad resultante, sobre todo al pasar los años, se organizó de una forma relativamente igualitaria- dentro de los cánones de la época-, pues el elemento que marcaba la diferencia en el trato no era la raza o el color la piel, sino la religión o la posición social. En palabras de la brillante historiadora Pilar Gonzalbo Aizpuru, la sociedad virreinal se organizaba bajo un sistema de «calidades», donde la raza no era importante o, al menos, lo era de una forma completamente secundaria en comparación con criterios como la riqueza, la religión o los orígenes nobiliarios.
Los «indios» que se habían convertido hacía poco al cristianismo tenían limitados sus derechos por ser «cristianos nuevos», pero si demostraban haber sido plenamente evangelizados gozaban de libertades que, aunque no completas para nuestra época, podían compararse con cualquier habitante puramente español de su mismo grupo social que viviese en Sevilla, Barcelona o Toledo. De nuevo citando a la profesora Gonzalbo «la procedencia geográfica (de España en el mejor de los casos) apenas se consideraba ventajosa cuando no iba acompañada de influencias».
Ahora bien, esta visión genuinamente racista de la colonización no proviene de España, sino del mundo anglosajón, curiosamente, los que más suelen acusar al país de racismo. Y es que la discriminación racial no se produjo en los territorios hispánicos, sino sobre todo en América del Norte, tanto por parte de británicos como estadounidenses. En muchos casos, impulsada en nombre del calvinismo protestante y su idea de rechazo a la conversión por ser los blancos anglosajones una raza supuestamente querida por Dios. Como afirmó Thomas Jefferson, tercer presidente de los Estados Unidos, la gran misión de los anglosajones era fundar en base a la raza elegida «una nueva Israel».
El puritanismo protestante de América del Norte, derivado del calvinismo, creía fervientemente en la predestinación, en que algunas personas ya se encuentran favorecidas por Dios para salvarse, por lo que la tan importante conversión para los católicos, como acto en si, no tenía especial valor. Más aún, bajo esta creencia, aquellos que prosperaban en la vida podían ver las señales inequívocas de la divinidad apoyándolos. Los blancos anglosajones de la época, más enriquecidos y prósperos, estarían favorecidos por Dios desde el primer momento, por lo que los esclavos e indios, en su supuesta incivilización, estarían condenados a ser pecadores.
Es fácil de ver a donde llevan estas premisas. Los habitantes nativos de América o de cualquier otra raza que supuestamente no hubiese prosperado estaban condenados sencillamente a ser sirvientes o esclavos. No merecía la pena convertirlos o tratar de igualarse a ellos, pues Dios ya había decidido. Como afirma la analista norteamericana Alana Massey en la revista The New Republic, «la pobreza indicaba que Dios te había negado su gracia». Resumiendo, podríamos decir que, dentro de esta visión, el racismo no sólo estaría justificado, sino que sería casi una misión divina.
Esto, sumado a la falta de una Iglesia organizada, llevó a que cada comunidad aplicase sus propias normas, por lo que, aunque algunas abrieron algo sus brazos a la inclusión, la mayoría mantuvo una clara agresividad contra todos aquellos no protestantes y no blancos. Así se justificó el exterminio de numerosas tribus no cristianas e incluso a algunos pueblos ya conversos y, según la historia, completamente cristianizados.
Destacan entre estos ejemplos el famoso «Sendero de las Lágrimas», donde más de 60.000 miembros de tribus como los Cherokee o Seminola fueron expulsados de sus tierras y hostigados para encerrarlos en reservas, o la prolongada esclavitud de la población afroamericana en el sur de Estados Unidos. Acordémonos que hasta los años 60 del siglo pasado, e incluso después, la población negra de Norteamérica seguía siendo atacada sistemáticamente por las leyes, impidiéndole estudiar en los mismos colegios, asistir a los mismos lugares o hasta caminar por ciertas aceras.
Así, como se puede ver, no sólo la sociedad virreinal española no era racista como se suele plantear, sino que el elemento que más se le suele criticar al país, su ferviente catolicismo, fue indispensable para construir una sociedad mas justa. El deseo de evangelización tradicionalmente católico favoreció a la integración de la población nativa, convirtiéndoles en miembros de pleno derecho del estado, al contrario que en las colonias británicas y los Estados Unidos, donde las tesis de la predestinación sirvieron para justificar el racismo sistemático y la opresión.
No parece existir mejor ejemplo de cómo la religión y la raza no estaban unidas en España como afirma la leyenda negra, pero sí en el mundo anglosajón, que la actividad de la Inquisición y el Ku Klux Klan. La organización española no atendía a aspectos raciales, sino que perseguía la desviación de la norma cristiana, castigando la herejía y las prácticas consideradas inadecuadas. Además, casi no afectaba a la población autóctona de América, pues eran considerados «cristianos nuevos» que todavía estaban aprendiendo la fe. Por otra parte, el Klan era profundamente defensor de la identidad blanca por encima de todas las cosas. Este grupo atacaba y hostigaba, bajo justificaciones religiosas, a la población afroamericana independientemente de su fe, basándose únicamente en la creencia de la superioridad natural de los WASP (anglosajones protestantes blancos) en Estados Unidos. Pese a que se fundó en tiempos recientes, sobre 1865, el grupo ha defendido los mismos valores sobre los que se sustentó el racismo sistémico durante siglos en América del norte; el protestantismo, la segregación racial por considerar a los afroamericanos criminales por naturaleza y la creencia de que sólo un gobierno de «hombres blancos» puede ser legítimo en los Estados Unidos.