El veinte aniversario de los brutales atentados terroristas del 11-M sólo debería haber orbitado en torno al recuerdo y al dolor de sus víctimas. Los 193 fallecidos y la amplísima nómina de heridos y familiares, que vivieron el dolor en primera persona, deberían haber sido los únicos protagonistas de una jornada de luto y memoria en la que pudo recordarse cómo nuestro país fue castigado de forma terrible y cómo nuestra sociedad se conmocionó al unísono. Una sociedad que, por cierto, demostró una ejemplar actitud frente al terror. En aquellos días, la virtud ciudadana contrastó con la falta de responsabilidad política. Lamentablemente, el mismo diagnóstico cabe hacer ahora. En el día de ayer, el Ejecutivo decidió demostrar que su estrategia de muros es capaz de rebasar cualquier pudor moral y optó por sacar rédito político de una jornada que exclusivamente debería haber servido de homenaje a las víctimas. Si en 2004 nuestra clase política exhibió una actitud lamentable al empecinarse en la autoría de ETA unos, y en imputar la responsabilidad de los atentados a José María Aznar otros, veinte años después, Pedro Sánchez ha considerado oportuno rentabilizar este doloroso aniversario para intentar eclipsar, así sea por unas horas, los casos de corrupción que cercan a su Gobierno y la tramitación de la ley de amnistía. El pasado sábado, el jefe del Ejecutivo ya comenzó a dar muestras de una actitud difícilmente compatible con la dignidad de su cargo. En un mitin del PSOE en Bilbao, Sánchez aludió al 11-M como «el acta fundacional de la derecha furibunda que estamos sufriendo en España». Como buen populista, Sánchez no ceja en su intento de deslegitimar a sus adversarios políticos. Sin embargo, remontarse a un suceso tan trágico acontecido hace veinte años resulta excesivo incluso para alguien que ha hecho de la confrontación y los muros el signo de su personalidad política. Que la jornada de este lunes corría el riesgo de ser instrumentalizada por el Ejecutivo se podía prever desde el momento en que el líder de la oposición y de la primera fuerza parlamentaria, Alberto Núñez Feijóo, no fue invitado al acto de homenaje presidido por el Rey. En un acontecimiento que debería reunir a todos los representantes públicos, independientemente de cuál fuera su adscripción, resultó intolerable que el Gobierno obrara con una falta de elegancia y protocolo semejante. Nuevas decepciones no tardaron en llegar y subalternos como Gómez de Célis replicaron el mal gusto de su secretario general al señalar que el PP sigue en «la senda de la infamia sin pedir perdón». Existen críticas legítimas al modo en que los populares y también los socialistas gestionaron políticamente aquellos atentados hace dos décadas. Este 11-M, sin embargo, debería haber sido un día en el que la dignidad de nuestra clase política se elevara por encima del ínfimo nivel al que ya nos tiene acostumbrados. Ni era el día ni son las formas que se esperarían de un Gobierno que conmemora un acontecimiento tan traumático para nuestra historia reciente. La vicepresidenta Díaz, ayuna de atención mediática, también probó suerte en las redes y la ministra de Trabajo optó por olvidarse de las víctimas y publicar un desafortunado mensaje de mera confrontación. Frente a estas formas de mediocridad militante, Felipe VI volvió a elevarse como figura principal para subrayar la dignidad de las víctimas y destacar la urgente necesidad de defender el Estado de derecho y combatir la vileza y el odio sin escrúpulos.
