Aquel 11 de marzo de 2004, Celia llegó como pudo al trabajo después de sortear la pregunta más repetida en el teléfono de su casa (y en el de tantas otras):
-Estoy bien. Hoy no he cogido el tren.
Celia era aún una becaria en 4º de carrera y, como tantos compañeros y amigos de la Universidad, se subía cada mañana a la línea de Cercanías del Corredor del Henares que aquel 11M había sufrido una cadena de explosiones.
La misma ruta hacía Juancho, que se fue andando a la estación de Santa Eugenia, el barrio de su familia, mientras cruzaba los dedos para que entre las víctimas no hubiera nadie conocido. Y Jaime, que tras el shock inicial se fue a la Puerta del Sol pensando si alguno de sus anónimos compañeros de vagón estaría ahora en una lista de fallecidos. A esa misma hora, Javier se preguntaba qué demonios hacía en una sala de urgencias del Hospital Doce de Octubre repleta de camillas y gritos tras saltarse un cordón de seguridad. La misma pregunta se hacía Alberto en Atocha, donde se había colado tras pedir unos guantes de látex a un sanitario del Samur.
Muchas preguntas tenía también el otro Javier cuando dos días después fue al Tanatorio de Carabanchel para hablar con la familia de ese joven latinoamericano fallecido en el atentado y se encontró una sala vacía. Un cadáver tras el cristal. Y el silencio sepulcral que acompaña a un emigrante que ha muerto lejos de casa sin nadie que vele su cadáver.
Javier esperó. Y esperó. Y esperó. Y allí no apareció nadie. Había acudido al tanatorio para contar al mundo la historia de aquella víctima anónima. Fracasó estrepitosamente.
Javier es Javier R. Nogales, y el 11M era reportero de La Razón, como Celia Maza, Jaime Treceño, Juancho Sánchez, Javier Brandoli o Alberto Fernández-Salido. A ellos, como a tantos otros, les tocó contar el peor atentado de la historia de su ciudad… como si no fuera el peor atentado de la historia de su ciudad.
Aunque no siempre se les comprenda, aunque (en ocasiones con razón) se les tilde de carroñeros que no respetan el dolor ajeno, los periodistas son, a su manera, profesionales que deben asomarse a la realidad con la misma distancia del forense que examina un cadáver o el cirujano que opera a un paciente a vida o muerte. De lo contrario, durarían dos telediarios en el oficio. Dos autopsias. Dos turnos de urgencias. Porque los forenses, los cirujanos, los periodistas tienen prohibido llevarse las historias humanas a casa.
Y, sobre todo, tienen prohibido llorar.
Sin embargo, muchos de estos periodistas fallaron a su juramento aquel 11 de marzo. Como Cristina Bejarano y Jesús G. Feria, fotógrafos recién llegados al periódico. A Cristina se le atragantó el desayuno. A Jesús se le cayó el velo a las 9 de la noche cuando su jefe le dijo que ya no había más víctimas a las que fotografiar. «Recuerdo que iba por el carril bus y me tuve que parar porque escuchaba sirenas por todos lados. Me puse a llorar como un niño pequeño y me di cuenta de cuánto protege la cámara delante del ojo. Fue muy triste».
A falta de cámaras, para Enrique Fuentes y Juan Carlos Serrano, que están desde primera hora en la redacción del periódico, el escudo protector es un teclado. «Concentrarte en ir cerrando páginas te venía bien para no pensar», recuerda el primero. «Costaba pensar con objetividad y separar la barbarie humana de la verdad», afirma el segundo, a quien ayudó mucho esa máxima del periodismo que te empuja a contar que «se ha encontrado a los culpables».
Los periodistas recuerdan el silencio sepulcral del 11M, tan distinto a la algarabía que se había vivido con el 11S cuando la enorme redacción parecía un desordenado concierto en el que cada uno toca su pieza como puede y en el que incluso hay tiempo para jalear los chistes de humor negro. El 11M, sin embargo, nadie lo hizo. «El 11S fue terrible, pero estaba lejos. El 11M lo cubrimos con un respeto reverencial para molestar lo menos posible. Todos habíamos pasado alguna vez por ahí. Durante días hubo silencio y miradas vacías en la redacción», recuerda Enrique Fuentes.
En los primeros momentos, sin embargo, había mucha adrenalina. Como cuando Celia Maza llegó a la redacción. «Me ofrecí para ir a los hospitales. Cuando llegué no hice preguntas. Me limité a observar. Era imposible no derrumbarse viendo las caras desesperadas de la gente buscando a los suyos. Estábamos en una sala y dependiendo de cómo llamaran, ya sabías si la persona estaba muerta, herida o desaparecida. Volví a la redacción y me llamó mi madre».
- No encuentran a Sara.
«Tengo perfectamente grabado el tono de voz. Sara, nuestra Sarita. Era ya última hora de la tarde. Salí de la redacción y me recorrí la misma ruta de hospitales no como periodista, sino como familiar. Porque Sarita es de la familia, de esa que no es de sangre, pero se ha fraguado a fuego lento desde los tiempos de nuestros abuelos -recuerda Celia-. No la encontrábamos. Regresé a la redacción para que ver si en los teletipos aparecía su nombre. No tener noticias de ella te dejaba sin aire pero a la vez te daba un hilo de esperanza. Quizá está herida y ha perdido el teléfono. Quizá está desorientada. Quizá ha perdido la cartera y no la pueden identificar. Quizá...».
Finalmente la encontraron.
«La enterramos el 13 de marzo, coincidiendo con el cumpleaños de mi madre. Nunca he visto mi pueblo tan lleno. En el tanatorio me enteré de que en la sala de al lado estaba Willy, mi amigo del colegio. Luego llegarían mucho más nombres», rememora Celia Maza.
El suyo fue un dramático golpe de realidad. También Enrique Fuentes perdió a un amigo en los atentados. Y Javier Brandoli al hermano de un amigo. Y quienes no lo hicieron no pueden olvidar un carrito de bebé abandonado, como el fotógrafo Jesús G. Feria, o los «lagrimones» en la redacción, como el reportero Jaime Treceño, o los «gritos y alaridos» en el improvisado hospital junto al tren despanzurrado de la calle Téllez, como el fotógrafo Alberto R. Roldán.
«Recuerdo con mucha angustia el silencio en la redacción aquella tarde y que, a la una de la mañana, me fui a la morgue de Ifema -explica Juancho Sánchez-. No pude evitar sentirme como un intruso porque allí solo había personas que ayudaban a sanar o a identificar cadáveres y familias que sufrían, y yo no estaba ni en un grupo ni en otro, era solo un observador de la realidad».
Su compañero Javier Brandoli había sentido exactamente lo mismo en el segundo hospital en el que había estado, el Gregorio Marañón: «Me acuerdo de la sensación de tristeza al entrar. Para los periodistas estaba prohibidísimo ir a la sala de urgencias que se habilitó. Me colé. Vi tanta tristeza que me salí. Pensé: ‘‘No tengo por qué estar aquí viendo esto’’. Solo viví algo parecido cuando me tocó cubrir como corresponsal el terremoto de México y acabé retirando escombros».
Lo mismo pasó por la cabeza de Alberto Fernández-Salido cuando se vio en Atocha trasladando en camilla a un herido. Después se coló en un furgón policial y se fue a la calle Téllez, donde recuerda como si fuera ayer aquel tren abierto en canal: «Titulé la crónica ‘‘Dante en el hospital de campaña’’. Y así fue».
Para Ricardo Coarasa, jefe de sección de Local, la obsesión era «no ofender a las víctimas» y cree que, pese a todo, fue capaz de mantener una distancia que, sin embargo, no le impedía «tener muy presente en todo momento el sufrimiento de los familiares». «A algunas de las víctimas las llevo en el corazón -reconoce-, como a Jesús, que perdió a su mujer embarazada, o a esas hermanas a las que el atentado separó para siempre porque una de ellas se retrasó desayunando y perdió el tren».
El ojo detrás de la cámara del que hablaba Jesús G. Feria protegió también en los primeros momentos a otro de los fotógrafos, Luis Sevillano, que recuerda el «ir y venir de ambulancias en el hospital Doce de Octubre, sanitarios en la puerta con camillas recogiendo a las víctimas que iban llegando. Muchos se bajaban de las ambulancias por su propio pie ensangrentados».
Pero lo peor vendría después, con esa absurda competición periodística por ver quién daba más obituarios de los fallecidos, que dejó marcas en todos los periodistas que tuvieron que ir a los tanatorios, a los lugares de trabajo, a los domicilios a pedir el semblante de una víctima. Algunos familiares (pocos) lo agradecieron y lo entendieron como un homenaje. Para la mayoría fue un dolor innecesario causado por unos periodistas que sabían que no debían estar ahí.
Nadie como Celia Maza, que ha vivido a los dos lados de la historia, para resumirlo: «Como familiar, los periodistas me parecían hienas. Pero yo misma me había ofrecido a ir a los hospitales para sacar historias. Ha pasado el tiempo. Pero, como periodista, las crónicas del 11M las sigo leyendo de otra manera».
Al fotógrafo Alberto R. Roldán el shock le vino dos meses después, cuando ya llevaba muchos cientos de horas trabajando en el atentado. «A todos nos dejó un pequeño trauma -concluye Cristina Bejarano-. A mí me tocó la fibra sensible hasta el punto de que cada año cuando tenía que cubrir algún aniversario o veía alguna imagen me emocionaba. Incluso, cuando lo veo por la tele, acabo llorando».
«La profesión pasó a un segundo plano y ante todo fuimos personas y ciudadanos», recuerda Javier R. Nogales, que admite que el atentado le dejó secuelas que en un principio no supo interpretar: «Entrevistar a las familias y conocer a las víctimas me hizo perder la ilusión por la vida. No podía dejar de pensar en que aquello me podía ocurrir a mí hasta que un psicólogo me dijo que lo que yo tenía era una depresión. Fíjate hasta qué punto nos afectó aquello».