Una vez me pidieron escribir una de esas listas con mis defectos y virtudes. En la columna de los defectos escribí “vaga”. Estaba convencida de que era una terrible característica mía, un defecto que debía corregir, un pecado que confesaba con vergüenza.
Después de que una psicóloga me hiciera pararme a pensar sobre este concepto de mí misma, empecé a valorar elementos sociales y culturales de mi entorno. Era la época de Mr. Wonderful, del “si quieres, puedes”, de la cultura del esfuerzo, de esos testimonios motivacionales que contaban cómo habían conquistado sus metas a base de sacrificio y de renuncias, y yo me lo había tragado todo, había caído en la trampa.
Era una vaga porque sentía que mi cuerpo necesitaba descanso, más del que observaba en personas de mi entorno, que eran capaces de dormir pocas horas al día y completar una lista de tareas interminable con un ritmo digno de una máquina de producción en cadena, un ritmo que a mí me costaba, me cuesta, mucho seguir. Vaga.
Tendí siempre a pensar que era cosa mía, un problema individual, me culpaba (y lo sigo haciendo) de intentar retrasar la hora de levantarme de la cama para cumplir con el mínimo de horas de descanso que siento que mi cerebro necesita.Vaga.
Desde que era una niña he tenido problemas de sueño. En la facultad, el estrés me hizo desarrollar sonambulismo, y con el paso de los años, los trabajos precarios y un cerebro que de serie, tiende a preocuparse o sobrepensar algo más de la cuenta, los problemas se fueron acrecentando. Vaga.
Siendo consciente de mis problemas de sueño y estrés, en los que no quiero profundizar pero que les aseguro que no son ninguna tontería, intento en mi planificación laboral, proteger las horas de descanso. Pero la realidad es que cuando pongo encima de la mesa esta necesidad, me encuentro con caras sorprendidas. “¿Dormir? Esto es más importante, puedes hacer un esfuerzo. Es que no te organizas bien”. Y de nuevo, el dedo acusador: el problema es tuyo. Vaga. Vaga. Vaga.
Pero verán, resulta que me decido a contar esto no porque quiera airear mis miserias, sino porque esto es un problema colectivo, estructural, y parece que por finempezamos a darnos cuenta.
Según la Sociedad Española de Neurología, un 48% de la población adulta y un 25% de la población joven en España tiene problemas de sueño, de falta de sueño. Los datos aumentan cada año, detectándose un 10% de casos más, una curva ascendente en la que las mujeres presentan siempre un porcentaje más alto. España es el país que más benzodiacepinas consume en el mundo. Repito. Del mundo.
Vivimos en una sociedad en la que dormir y descansar se han convertido en un lujo, en un privilegio, en algo que puedes o te debes quitar cuando el trabajo o las tareas te lo exigen. Y la autoexplotación o la capacidad de sacrificio, en un valor.
Pero vayamos a la ciencia y lo que dice sobre esto. No descansar, no dormir bien, crea problemas neurológicos y a la larga neurodegenerativos, como demencia o Alzheimer. La falta de descanso en el cerebro está directamente relacionada con la ansiedad, la depresión o los problemas de aprendizaje.
Hace unas semanas, el doctor Javier Albares, apuntaba en este mismo diario: “Existen estudios que relacionan descansar con un aumento de la memoria, con menos enfermedades relacionadas con el estrés, con mejorar la salud en general… El estrés que nos supone no parar, el estar continuamente haciendo y preocupados u ocupados es lo que nos causa patologías”.
Se me viene a la cabeza el vídeo de la pasada campaña de Yolanda Díaz. Mucha gente se quedó con lo de la plancha, pero mi alarma se disparó con otro detalle. La vicepresidenta del Gobierno decía que durante la campaña dormía dos horas al día. Si la hubiera tenido delante, le hubiera pedido que por favor, durmiera, que descansara. Que como ciudadana, quiero a mis representantes políticos sanos, incluso felices.
Recientemente su propio grupo político puso el foco en la salud mental, algo que aplaudo enormemente, pero quizá ha llegado el momento de tomar conciencia de que el descanso es uno de los pilares fundamentales de esta. El acceso a los profesionales de la salud mental en la sanidad pública es urgente, pero no podemos quedarnos ahí. De nada sirve ir al psicólogo y tratar esta epidemia de agotamiento como un problema individual. Debemos mirar hacia un sistema que no funciona, que pone la productividad por delante de la vida.
Me encanta mi trabajo, pero muchas, demasiadas veces, también lo odio por el ritmo y la exigencia que conlleva. El otro día, la artista e ilustradora Coco Dávez, me preguntó sobre qué deseo querría cumplir. Mientras respondía, yo misma me sorprendí de lo que estaba pidiendo: poder tener un ritmo de trabajo que me permitiera disfrutar de la vida, un sueldo que me diera la estabilidad para poder pasar tiempo con mis seres queridos, bajarme a leer al sol o pasear sin mirar el reloj, sin culpa, sin sentir que estoy dejando miles de tareas por hacer que me pasarán factura más tarde.
De hecho, así sería muchísimo mejor en mi trabajo, qué paradoja. Porque sin vivir no se puede crear nada bueno.
Espero que me perdone el spoiler, ya que esta conversación saldrá próximamente en su podcast, “Participantes para un delirio”. Pero desde entonces le doy vueltas a mi deseo al genio de la lámpara. Y me da que no soy la única.