El núcleo atómico es mucho más complejo de lo que pensamos y está repleto de unas partículas compuestas llamadas piones.
A mediados del siglo XX la cantidad de partículas aparentemente fundamentales explotó. El electrón, el protón y el neutrón ya hacía décadas que se conocían. En 1947 apareció una nueva partícula, el pión, cuyo papel era mantener a protones y neutrones unidos en el núcleo atómico. El descubrimiento de este pion, que fue observado por primera vez en la cima de una montaña boliviana, fue bienvenido, pues hacía tiempo que se le esperaba y su función dentro de la naturaleza podía entenderse. El descubrimiento ese mismo año de una partícula similar pero diferente, a la que llamamos kaon, fue más inesperado. Como también lo fue el descubrimiento del mesón ro (ρ), el eta (η), el eta prima (η’), el delta (δ), el lambda (λ) y el ji (χ). En un abrir y cerrar de ojos, la física de partículas se había quedado sin letras griegas o latinas con las que bautizar a las nuevas partículas descubiertas. En los catálogos de partículas de la actualidad podemos encontrar nombres tan románticos y evocadores como f0(500) ó D*3 (2750).]]>