Hace unas semanas supimos que la palabra «polarización» protagonizó el día a día de los españoles durante el año pasado por encima del resto, repetida sin descanso desde los labios a los hechos, desembocando en sus propias consecuencias sin un pelo de mala conciencia ni reparos. Me imagino a la palabreja saliendo en una conversación a primeros de enero bajo el frío invernal, reluciente, a pleno sol bajo las arboledas frescas del verano.
Repetida mecánicamente sin reparar en su significado, pronunciada por autómatas con estética de muñeco mecánico, con los ojos turbios y las manos crispadas. «Polarización», qué tremenda cuña en nuestras vidas, qué gris nuestra convivencia bajo este tiempo hosco que nos toca vivir y sufrir. Supongo que alguien debe medir con una maquinita especial la vida privada de las palabras hasta observarlas cuando se marchan a dormir o se quedan arrinconadas en un desván donde nadie las necesita. No creo que los españoles vivamos polarizados, enrocados en la esquina de nuestro ring tratando de darle en la cabeza al fulano al que odiamos sin pestañear, con saña hasta la muerte.
No, la vida no es así, su mecanismo se explica con mayor sencillez, sin torcer tanto las voluntades y somos mejores personas. En el mundo real, en el que nos obligan a tragar cucharada a cucharada, por supuesto que no nos podemos ni ver, pero todo eso forma parte del engaño, del trampantojo oficial. Ahora sólo hablamos, los otros siempre claro, de «reconciliación», como si fuéramos niños castigados en el patio del colegio después de pegarnos durante el recreo. Una ternura, saben. El problema de reconciliarnos, con los catalanes, es que la gente de a pie no nos debemos nada porque la concordia la rompieron los que eluden los tribunales después de romper el plato. No tengo que reconciliarme con ningún catalán, no me han hecho nada, ni yo a ellos tampoco, pero sólo espero un juicio justo para los que se pasaron la ley por el arco y que sólo pronunciemos la palabra «Justicia».