La nueva edición del concierto más visto del año corrió a cargo del sucesor de Baremboim en la Staatsoper Unter den Linden, Christian Thielemann, que debutó en estas lides de los conciertos de Año Nuevo en la prehistoria, un 2019 que aún no tenía ni idea de lo que estaba por llegar. Thielemann se ha esforzado en esta ocasión en contrarrestar un tanto la parquedad prusiana que se le achacó tras su primera participación, modulando la sobriedad rítmica sin olvidar ese refinamiento sonoro que es marca de la casa y esa mezcla entre flexibilidad y precisión en el pulso tan necesarios. Para muchos de los seguidores de la cita anual el encanto está, más que en la dirección o el enésimo paseo por el Danubio, en las novedades y en hasta qué punto encajan con un repertorio tan establecido como falsamente simple. En esta ocasión las novedades fueron muchas, nueve, aunque cada vez es más difícil encontrar aportes de peso. El concierto arrancó por una de esas novedades, la Marcha del archiduque Alberto, op. 136 de Karl Komzák, que Thielemann se esforzó en volcar hacia un modesto y diseminado lirismo escondido entre lo mayoritariamente marcial de la pieza. Fue en la muy hermosa recreación del vals Bombones vieneses, op. 307 de Johann Strauss II donde apareció el gusto por el fraseo menos evidente y el peso de unos silencios que el maestro alemán siempre ha sabido dominar. En esta parte del programa se proponía con sutileza un vínculo Viena-París, dos ciudades hermanadas en la belleza y revolución de sus estéticas de fin de siglo. Con menor entidad fluyeron tanto la «Figaro-Polka» (Strauss II) como «Sin descansos» (Eduard Strauss), pero ambas rodeando el gran momento de la primera parte, el «Vals Para todo el mundo» de Josef Hellmesberger (hijo) que la Filarmónica de Viena llevó, pasados los elocuentes primeros compases, hacia una evocación elegante con base en los violonchelos y el arpa. Thielemann, que se esforzó mucho por sonreír y mostrarse cercano durante la primera parte, se fue olvidando y concentrando en otras cuestiones para la segunda. La más desenfadada obertura de la opereta Waldmeister de Johann Strauss II retomó pulso tras el descanso, donde se agradeció el cuidado que ofrece el director alemán con el balance de los metales y la creación de atmósferas idóneas para las intervenciones de flautas y oboe. Llegó un fragmento intermedio del concierto algo menos vistoso en lo musical con el «Vals póstumo n.º 2» y los trinos de la Polca Ruiseñor, entre otros, hasta alcanzar los dos grandes momentos de la segunda mitad. Primero, con el homenaje a Anton Bruckner en el segundo centenario de su nacimiento —el Concierto de Año Nuevo cada vez es más dado a las efemérides—. Con una construcción armónica totalmente alejada de lo visto hasta ese momento, «Cuadrilla, WAB 121» (con orquestación de Dörner) supuso una reivindicación de las habilidades de Thielemann en una de sus especialidades, cuidando hasta el extremo la precisión de los ataques y todas esas gradaciones dinámicas intermedias que hasta ese momento se habían perdido por la rigidez del repertorio. Pocas obras de Bruckner pueden encajar en realidad en la dinámica vals-polka imperante, pero en la segunda parte de la pieza se hizo lo que se pudo. El último gran destello del concierto, al menos en cuanto a paleta de colores desplegada y naturalidad del fraseo, llegó con el vals Delirios de Josef Strauss.
Las consabidas propinas fluyeron sin alambicarse, con un Danubio menos pendiente de embaucar con el sonido que en otras ocasiones y una Marcha Radetzky donde se permitieron menos palmas y se acompañaron también por menos indicaciones dinámicas que en 2019. Todo, en definitiva, con un recatado encanto y suma precisión. A ver qué propone Riccardo Muti para la próxima edición.