Cada movimiento, publicación discográfica, programa radiofónico, e incluso cada parada de su gira interminable recibe la categoría de acontecimiento. Y la palabra debería estar ya gastada, como si hubiera perdido significado, para hablar de [[LINK:TAG|||tag|||63361ab3ecd56e361693273d|||Bob Dylan]]. Sin embargo, debemos soplar el polvo que cubre el término acontecimiento y volver a utilizarlo con toda tranquilidad para hablar de «Mixing Up The Medicine» (Libros Cúpula), el volumen que acaba de publicarse en España y que recoge, en una monumental edición de más de 600 páginas y dos kilos de peso, infinidad de documentos que se acercan como nunca a la intimidad del [[LINK:TAG|||tag|||6336131e1e757a32c790b8e3|||Premio Nobel de Literatura]]. Se trata del volumen que recoge una selección de documentos inéditos de la infinidad que componen el archivo personal del gran hereje del folk y que él mismo donó para que forme parte del Bob Dylan Center de Tulsa (Oklahoma). Una auténtica gatera hacia su infancia, con imágenes del anuario escolar, del club de latín y de sus primeras actuaciones, con tupé a lo [[LINK:TAG|||tag|||63361b1559a61a391e0a19e0|||Elvis]] y que recoge películas caseras, manuscritos, cartas y hasta felicitaciones navideñas. Un alucinante despliegue para intentar asir a un espectro, atrapar a un fantasma.
Y es que ahí está el gran reto: presentar la obra definitiva que retrate al epítome del creador mutante y esquivo. Aparece la primera paradoja: «Para un artista tan reacio a detenerse en el pasado, lo que sorprende es que tanto de este haya sobrevivido», señalan los archiveros y co-comisarios del Bob Dylan Center, Mark Davidsoin y Parker Fischel, que firman el prólogo del volumen y que se han encargado de la investigación y coordinación de la obra, en la que firman artículos Lee Ranaldo, Richard Hell, Greil Marcus y Ed Ruscha, entre otros. La explicación la aporta Sean Wilentz, otro de los ensayistas que escriben en el volumen y que desmiente uno de los tópicos más repetidos acerca de Dylan, el de que su obra «ha pasado por periodos claramente definibles, que deslindan uno de otro», a saber, su paso a la eléctrica, su giro al góspel, la etapa cristiana... como si fueran capítulos autoconclusivos. Pero no: «Se mire como se mire, la creatividad sostenida requiere desplazamiento y renovación, pero rara vez puede permitirse la renuncia».
Y, sin embargo, el libro retrata muy bien cómo Robert Zimmerman sufre episodios de posesión casi demoníaca por la música y la literatura. «Cuando vuelve de pasar el verano de 1960 en Colorado, sus amigos lo encuentran cambiado, más seguro de sí mismo, impostando un acento de ‘‘cowboy’’ que no acaban de situar y con esa nueva afición a la armónica», recuerda Wilentz, que acredita invocaciones sucesivas del bardo en los espíritus de Hank Williams, Woody Guthrie, Rimbaud, Buddy Holly, Joseph Conrad, Muddy Waters y hasta Elvis, a los que digiere para llegar a ser quien es.
El gran hallazgo del volumen es presenciar ese camino de formación desde cerca, desde dentro. Imágenes de inmigrantes judíos de origen ucraniano en Duluth (Minnesota), las calles del pueblo en 1951, donde presencia una de las últimas actuaciones de la vida de Buddy Holly (quizá la última, pues falleció cuatro días después), el primer acetato de The Jokers e imágenes de The Golden Chords, que él mismo lideraba con un tupé y un micrófono calcados de Elvis.
No solo estamos ante un álbum de postales como hitos del camino, que cuentan la historia como si se tratase de una biografía al uso. El libro, es, además, una celebración de su poética, del acto de artista y del misterio de su lirismo. Cuadernos de notas, manuscritos de letras. Tesoros como el borrador mecanografiado de «Subterranean Homesick Blues» anotado al margen de puño y letra en tinta azul. Tan embrionaria que ni siquiera se llamaba así, sino «Look Out Kid». Una canción inspirada en Chuck Berry, un poema que da título al volumen: «Johnny’s in the basement / mixin’ up the medicine / I’m on the pavement / thinkin’ about the government», dice la letra. ¿Y qué me dicen de la pandereta, precisamente esa pandereta, que inspiró «Mr. Tambourine man»? Cartas de George Harrison («Dear Bobbie», le saluda), telegramas de Peter Fonda y Dennis Hopper, que le cortejaban para hacer una canción para «Easy Rider», fotos con Rubin «Huracán» Carter. Imapagable es el documento del borrador de «Things Have Changed», la canción con la que ganó un Oscar por la banda sonora de «Jóvenes prodigiosos» y que está escrita en el dorso de un fax que le había remitido Leonard Cohen con la transcripción de su canción «A Thousand Kisses Deep».
En resumidas cuentas, y partiendo del convencimiento de que ningún libro puede ser «definitivo» sobre nada, este tocho bien puede acercarse más que ningún otro a esa condición. Por su estructura y contenido, tan inmediato como profundo, es difícil ser más ilustrativo. Pero, ¿cómo percibirá Dylan todo este despliegue editorial? Valga esta cita suya de 2011 para imaginarlo, con media sonrisa, entre la indiferencia y la deportividad de una condición asumida sin aspaviento: «A estas alturas, todo el mundo sabe que hay un millón de libros que se han publicado o se van a publicar sobre mí. Así que animo a cualquiera que me conozca, que alguna vez se haya cruzado conmigo, que me haya escuchado o siquiera me haya visto a lanzarse a escribir su propio libro. ¿Quién sabe? Quizás alguien esté incubando un libro magnífico». Una reflexión que nos devuelve a la paradoja inicial sobre la relación de Dylan con su propio pasado. La sensación es que, lo que realmente pretende al entregar todo ese material para su divulgación, no es un acto de vanidad sino deshacerse de él, para poder ser inmediatamente otra cosa, y después la siguiente. Para que nunca podamos atraparle.