Hay que imaginarse a Juan Ramón Jiménez joven y seductor, atrapado en Moguer, más por obligación que por ganas, aún neurótico y tristísimo, hipocondríaco e inquieto, igual que se había ido a Madrid en 1901. «Celebro que haya dejado usted de suicidarse para el año próximo», le escribía su confidente, María Lejárraga, que ya se tomaba a broma su preocupación por una muerte inminente. En ese cada día estoy peor el hombre decidió ponerlo todo por escrito, lo que veía y vivía, y entró en una fiebre creativa que le duraría años, y de la que salió con miles de folios llenos, entre los que estaban joyas como 'Platero y yo'. Las horas en el pueblo eran largas, y no...
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