Los cuatro resellos que acumula esta administración revelan dos realidades muy claras: por un lado, la debilidad legislativa del Ejecutivo; por otro, su desacertada gestión político-gubernamental. El más reciente anuló su veto parcial al proyecto para sacar a Costa Rica de la llamada “lista negra” de la Unión Europea. Fue también el más dramático, porque el voto clave para resellar lo dio Luz Mary Alpízar, presidenta del partido que cobija al oficialismo en la Asamblea.
La debilidad no hay que argumentarla mucho: su fracción apenas cuenta con 10 diputados, pero en la práctica son 9, por la disputa irreconciliable entre Alpízar, quien controla el PPSD, y sus (¿ex?) compañeros. Peor, el problema podría acentuarse si prosperan las gestiones del partido para expulsarlos, con lo cual pasarían a la categoría de independientes y perderían algunas prerrogativas.
Ante tal situación, lo lógico sería desarrollar una gestión política realista y estratégica, que pase por, al menos, dos rutas. La primera es tener un horizonte claro de prioridades sustantivas, para apuntar a las más importantes, identificar aliados —sean casuísticos o transaccionales— dentro y fuera de la Asamblea, y mover la agenda en la dirección deseada. La segunda es apostar al diálogo, la persuasión serena, la mezcla entre exigencias y concesiones, y un principio básico de la pugnacidad democrática: no fichar a los adversarios como seres malévolos, ni a los disidentes como traidores.
Un sistema político como el nuestro, lleno de saludables contrapesos y controles, obliga, para moverse, a una permanente interacción entre sus componentes institucionales y sociales. De lo contrario, se paraliza. Y los poderes presidenciales, aunque se intente llevarlos a su extremo, no bastan.
El Ejecutivo o no lo entiende o no le interesa entenderlo. Su enfoque —u obsesión— son la pirotecnia retórica, los reclamos crispados, la transferencia de culpas y la virtual quema de “Judas” y “traidores”, con humo de amenazas y odio. Es algo muy distinto a allanar barreras y construir puentes, y aunque algunos jerarcas traten de hacerlo, el presidente vulnera sus esfuerzos. Si esto solo afectara su desempeño, el mal, aunque considerable, sería menor. Pero también erosiona la convivencia democrática. Esto sí es un daño enorme.
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El autor es periodista y analista.