Luiz Ignacio Lula da Silva tiene la misión urgente de tratar de restablecer la unidad de los brasileños. Vencer en las elecciones presidenciales con un margen estrecho de poco más de un punto, en un país tan fragmentado ideológicamente, y después de una campaña electoral en la que los dos candidatos llevaron la confrontación hasta límites casi obscenos, ha dejado a la sociedad brasileña rota en dos mitades. Peor aún, la división no es entre dos simpatías, sino entre dos rechazos, y ha sido azuzada además por la abierta animadversión, odio incluso, al candidato contrario, y que ayer mismo se puso de manifiesto con distintas reacciones callejeras protagonizadas por despechados partidarios de Jair Bolsonaro. A su vez, el presidente saliente tiene la obligación de ejercer con suma prudencia y lealtad institucional sus prerrogativas durante los dos meses que faltan para la toma de posesión del ganador de las elecciones. Su silencio de ayer resultó inquietante, y debió admitir con urgencia, y de forma natural y justa, el resultado de la votación del domingo. Brasil no debería adentrarse en una deriva de conspiraciones y sospechas sobre ningún 'pucherazo' de Lula da Silva, y no debería cometer, por ejemplo, el error de los partidarios de Donald Trump de cuestionar y deslegitimar el sistema tras las elecciones norteamericanas, cuando se produjo una violenta, y grotesca, invasión del Capitolio. Por ello, el Lula que a sus 77 años ha sido elegido una tercera vez por los brasileños debería ser un presidente muy diferente al que fue en sus dos primeros mandatos, en los que sus innegables logros en la lucha contra las desigualdades se vieron claramente opacados por la efervescencia de la corrupción. Su paso por la cárcel no puede ser considerado una anécdota irrelevante o discutible de su biografía, sino que simboliza la profunda fragilidad de su posición como jefe del Estado y subraya la necesidad de fortalecer el andamiaje institucional del país. En todo caso, la composición del Parlamento va a limitar el margen de maniobra del presidente electo, que no tendrá una mayoría que le apoye. Por otro lado, los evidentes desatinos que también ha tenido Bolsonaro tampoco justificarían ahora una actitud que destruyese todo su legado porque no se puede olvidar que la otra mitad de los ciudadanos le sigue apoyando con fuerza. En estos momentos de gran tensión para los brasileños, el mayor argumento para apostar por el futuro de la democracia en su país es precisamente recordar que el resultado de estas elecciones consolida una sana alternancia y que no se trata en absoluto de implantar un nuevo régimen. Por ello no hacen ningún favor a la estabilidad del país más grande de América del Sur toda esa imaginada constelación «progresista» en Iberoamérica que cree imparable la corriente hacia los postulados de la izquierda bolivariana. Sobre todo, porque en el listado de esa 'coalición' la izquierda española menciona de forma torticera y tramposa a Chile, Colombia, Argentina o México, pero ignora deliberadamente a Venezuela o Cuba, que han sido durante décadas la gran médula ideológica de esta tendencia, y ahora son países sumidos en la miseria más absoluta precisamente por la aplicación de esas teorías. Es fácil que hasta el Gobierno español acabe incluyéndose es este mismo paquete ideológico a la vista del entusiasmo con el que el presidente, Pedro Sánchez, ha seguido la campaña, y también a la vista del apoyo público prestado a Lula dos días antes de la votación. Y eso es imprudente por una razón muy sencilla: de haber ganado Bolsonaro, España debería mantener idéntica buena relación con Brasil que la que prevé mantener con Lula. Lo contrario sería engañarse.