Como tantos otros políticos, casi todos los que son y están, surgidos de las pulsiones populistas y de la superficialidad en la que desde hace años flota con colchoneta la opinión pública internacional, Boris Johnson deja como obra maestra de su gestión una capacidad manipuladora que, innata, comenzó a ajecutar a gran escala como conspirador de su propio partido, debilitado y sin norte argumental tras el desastre que representó para los 'tories' el resultado del referéndum del Brexit. El 'premier' saliente no desaprovechó la ocasión de presentarse como mesías de un país desorientado y de una formación política superada por sus propios complejos, materializados en las lágrimas con que Theresa May confesó su impotencia y su miedo, a lo que tenía dentro y a lo que veía de lejos. Que pase el siguiente. Boris Johnson fue la solución, y también el problema, combinación ganadora de la lotería de la demagogia. Desde su mudanza a Downing Street, la política de Johnson ha oscilado entre la astracanada escénica -recurso esencial en las repúblicas bananeras, pero inédita en las sociedades desarrolladas, más aún cuando vienen curvas y se superponen las crisis, una tras otra- y una política articulada por el desafío, ya fuera al sentido común, a la ética pública o el Derecho Internacional. Sin fronteras. La solución de Boris no tardó en convertirse en problema, hasta que su habilidad para tergiversar una realidad cada vez más retorcida por su propia arbitrariedad le obligó a manipularse a sí mismo y presentarse ante los británicos como un hombre desbordado por sus delirios endógenos. Sin despeinarse. David Cameron y Theresa May tuvieron, al menos, la decencia de reconocer su frustración y su incapacidad, respectivamente, para seguir al frente del Gobierno del Reino Unido. Entre escándalos verbeneros, sexuales y jurídicos, a Boris Jonson no se le ocurrió otra cosa que simular y denunciar una conspiración, que es lo que le dijo la sartén al cazo. Ni siquiera él, fabricante de leyendas urbanas y observador de lienzos mitológicos, pudo creerse tanta mentira, pero su instinto fabulador lo encerró en sí mismo, hasta el final. De ahí no supo salir, quizá para no malversar la figura caricaturesca que se ha construido, a conciencia. Quedan tardes de gloria hasta la definitiva salida de foco de un hombre al que debemos uno de los mayores espectáculos de la reciente política y a quien los británicos, por lo que les toca y por la cuenta que les trae, han de agredecer sus servicios como representación gráfica, casi todo en él fue imagen, de los riesgos del populismo, los milagros y el desvarío.