Yo acababa de cumplir 18 años y el regalo que recibí de mis padres cumplió mi gran deseo: un viaje, solo, a París, durante un mes. Fue en 1969. Allí pude aún calentarme en los rescoldos del mítico mayo del 68, cuyas llamas consumían aún los adoquines que seguían levantados en las calles que circundan el Théâtre de l’Odéon, sin suponer que era el teatro donde viviría durante seis años mucho tiempo después. Allí pude pasar horas en librerías más nutridas que las de Perpiñán y alimentarme de libros prohibidos, que abandoné con pena por el temor y la imposibilidad de cruzar la frontera española con ellos. Allí pude ver cine que a los españoles nos estaba vedado. Allí pude...
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