LA HABANA, Cuba. — Llovió como hacía rato no veíamos llover en el occidente de Cuba y si bien algunos se alegran porque ha sido un alivio después de tantos meses de sequía, otros aún tiemblan o lloran por las desgracias que siempre acompañan tanta humedad, más en una ciudad como La Habana que se cae a pedazos y que, al parecer, estuviera condenada a sufrir, hundida en medio de lo peor que dejan el fuego y las aguas en exceso.
Hace unas semanas la explosión del hotel Saratoga no solo nos trajo más luto y pesar, sino que avivó el trauma, siempre agazapado, de la posibilidad real de morir violenta y súbitamente, como ocurrió con las tres niñas de la Habana Vieja que jugaban cuando el desplome de un balcón acabó con sus vidas.
Como habitantes de una ciudad deteriorada, con décadas de abandonos y olvidos —donde como consecuencia los peligros nos acechan incluso al interior de nuestros hogares y donde gastar dinero en el mantenimiento periódico de nuestra vivienda significaría dejar de (mal) comer y (mal) vestir—, este nuevo infortunio que son las lluvias torrenciales, para muchos cubanos no hay otro modo de interpretarlo que como una especie de castigo por algo que han estado haciendo mal, y a conciencia.
A veces entre lamentos, a veces entre risas, he escuchado en estos días, por todas partes, sobre esta culpa que al parecer gravita sobre nosotros, y no han faltado los que han salido a hacer sus promesas y conjuros para acabar de una vez con las adversidades o, al menos, para intentar salir ilesos de ese “mal nacional” que, por su recurrencia e intensidad, parece más que simple jettatura.
Una interpretación “mágica”, sobrenatural, de tantas desgracias arribando por montones y más cuando esta última sucede alrededor de una día tan “especial” para la dictadura como es el del cumpleaños 91 de Raúl Castro.
Suficiente para concluir que, desde antes del tornado hasta esto de ahora, todas han sido “señales”. Así me lo ha dicho alguien bromeando, a pesar de su temor a perder su vivienda por causa de las aguas. Y señales, me dice, no solo de que posiblemente nos gobierna uno o varios jettatores sino, además, de que hace ya muchísimo tiempo hemos traspasado los límites de la fatal resignación, de esos miedos tan semejantes a la indiferencia, que no nos permiten evolucionar como país.
Somos un pueblo de profundas raíces mágicas que no puede evitar tales asociaciones entre una cosa y la otra, tal como no podemos dejar de notar que demasiado “osogbo” nos castiga precisamente en los días de amañados procesos judiciales y condenas injustas contra jóvenes y niños; y precisamente cuando tanta “apatía nacional”, tanto silencio, lanzamos contra el músico Maykel Osorbo y su amigo el también artista Luis Manuel Otero Alcántara.
Y sí, es absurdo pensar algo así cuando sabemos que lluvias torrenciales, tornados, explosiones ocurren en todas partes del mundo, todos los días, pero sucede que no solo en nuestra idiosincrasia somos así de absurdos como supersticiosos, sino que cuando algo así de siniestro sucede aquí, en un país donde casi todo marcha de mal a peor, y donde la mayoría de la gente no encuentra un mínimo de comodidad y libertad para existir, entonces nos invade esa irracional sensación de estar malditos, condenados a girar en una vorágine infinita de calamidades de la cual es casi imposible escapar.
Porque cuando parecía que habíamos tocado fondo después de tornados, pandemia, reclusiones, represiones, apagones, hambre, inflación, incendios y explosiones, han venido las lluvias intensas a mostrarnos que todavía descendemos en caída libre y que probablemente lo estaremos por un tiempo más (quizás hasta estrellarnos contra el fondo del abismo) porque, tan solo en cuestiones de mal tiempo, ahora en junio es que recién se inaugura la temporada ciclónica y ya van por cerca de 800 las casas afectadas, a pesar de que por esta vez solo fueron aguas, no acompañadas por vientos de huracán. Y de lo que mal comienza, ya sabemos el final.
Aún sin haber escampado, los desplazamientos de familias y los derrumbes en viviendas ya suman varias centenas tan solo en el centro de la capital, y ahora cuando en unos días el sol haga lo suyo, sin dudas conoceremos de otros centenares de casas dañadas, perdidas, irrecuperables, en un país donde tener un techo propio, aunque sea a punto de venirse abajo, es una bendición y hasta un milagro.
Hoy se cuentan por decenas de miles los cubanos que han esperado durante años en albergues insalubres o a expensas del favor de amigos o familiares, por el milagro de que el régimen alguna vez se acuerde de que alguien existe en esta Isla además de extranjeros con billetes, militares y altos dirigentes, la única “trinidad” con la certeza de que, en algún momento, más pronto que tarde, obtendrán y disfrutarán de esa propiedad erigida con muchas más que cuatro paredes, y “sin esfuerzo propio”, apenas en virtud de sus privilegios de casta.
No es obligatorio remitirnos a ninguna estadística. Basta con observar nuestro entorno para darnos cuenta cuán triste y complejo es el asunto del estado de conservación del fondo habitacional en Cuba, así como de grande es la probabilidad de que cualquiera de nosotros, habitemos o no en una de tantas casas en ruina que conforman nuestro paisaje cotidiano, pueda terminar aplastado bajo alguno de esos derrumbes que están por suceder, mañana o en los próximos meses, como efecto tardío de las lluvias que cayeron pero, además, por la persistencia de los abandonos, de las chapucerías, así como por los planes macabros de un régimen que, pocos sabrán por cuáles oscuras razones, insiste en priorizar la construcción de hoteles y que, en consecuencia, en cada derrumbe no identifica una tragedia, sino otra parcela más para la próxima “Cartera de oportunidades”.
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