Yo supongo que en 1930, cuando un personaje caracterizado por su particular bigote y melodramático se presentó para contender y luchar por el liderazgo alemán, lo que más produjo fue risa e ingenuidad por parte de quienes fueron testigos del hito. La capacidad de Adolf Hitler para comunicar y su carisma eran indiscutibles, así como también su odio depurado y el conocimiento que tenía sobre la mentalidad y forma de ser de sus connacionales. Hitler fue un líder que supo cómo llegar a las médulas espinales de quienes buscaba. Sabía cómo tocar las fibras más sensibles y orientarlas a la acción. Y aprovechó de tal manera sus habilidades que, primero, las utilizó para hacerse de manera indiscutible con el poder y liderazgo de Alemania, convirtiéndose en el guía y en el Führer de su pueblo. Sin embargo, eso no fue suficiente, y su ambición y hambre de superioridad provocaron llevar hasta el infinito una situación como la que se desencadenó años posteriores a su llegada al poder.
Toda la incredulidad, risas y dudas de quienes pensaban que alguien como Hitler llegara al poder fueron sepultadas en manos de las marchas militares y del Paso de la Oca nazi. Cada vez que se presentaba una situación –por más ridículo o exagerado que pudiera–, el líder alemán respondía produciendo o enviando más aviones, tanques, soldados o todo lo que fuera necesario para el desarrollo y culminación del Holocausto y todas las tragedias que el mundo vivió durante aquella época.
A diferencia del candidato presidencial colombiano Rodolfo Hernández, yo no siento un gran respeto intelectual ni me parece que Adolf Hitler haya sido un gran pensador, a pesar de que más adelante rectificara sobre su declaración. Es más, me parece que Hitler fue la demostración de que, si bien hay un bien infinito y todopoderoso conocido como Dios, también es igual de cierto la existencia de una maldad total conocida como el demonio o la capacidad de dañar o destruir todo lo posible.
Hay quien cataloga al candidato Hernández como el “Donald Trump” colombiano. Un personaje con mucho dinero y que construyó su fortuna construyendo casas para los más pobres. También es alguien que sabe cómo moverse en redes sociales y captar la atención de quien desea. Hernández lo ha hecho tan bien que ha logrado obtener alrededor de 8 millones y medio de votos durante la primera ronda de elecciones presidenciales en Colombia. Y todo ha sido porque la gente busca un cambio sin saber muy bien lo que ese cambio significa.
En el siglo 21, el siglo de las comunicaciones, de la tecnología, del internet y del Iphone. El siglo en el que nos ha tocado sobrevivir a múltiples ataques terroristas, a violaciones cada vez más graves de los derechos humanos y hasta a una pandemia, ¿cómo es posible que el odio siga siendo cada vez más latente y creciente? ¿Es que no aprendimos nada del pasado? ¿Cómo es posible que siga habiendo lugares como Estados Unidos en los que el tono de tu piel sea un motivo para que alguien atente o incluso termine con tu vida?
Estados Unidos se ha convertido en un país que no hace más que buscarse a sí mismo a costa de balaceras y odio entre sus ciudadanos. No es posible que esto siga sucediendo en un mundo con olor a quemado y con la tierra manchada de sangre. Los Black Lives Matter y los demás movimientos no son suficientes para contraterrestar la lamentable situación en la que nos hemos enfrascado como sociedad. Necesitamos políticas, seguridad, programas que verdaderamente apoyen y motiven, y no únicamente que regalen a quienes lo necesitan. Con líderes como Donald Trump y algunos otros Maduros, Ortegas y gobernantes modernos, estamos en la era de los patanes. Y éste es uno de los momentos en que más necesitamos líderes y no a los patanes que están en el poder.
Hay dos formas de ser patán: el insultante, el del que quedó en el segundo lugar de una contienda –como el caso del candidato Hernández en Colombia–; y el que se practica en nombre de las buenas intenciones y con amor hacia el mundo y su gente. El segundo se practica con el deseo o bajo la máscara de pretender hacer justicia y beneficiar a quienes no han tenido las mismas oportunidades o beneficios.
Me avergüenza pertenecer a una era en la que todo se puede hacer y, es más, se puede hacer casi sin tener ningún tipo de contacto humano. Tal vez por eso es posible explicar por qué la política en la actualidad sea cada vez más grotesca y necesite cada vez menos del calor y contacto humano. Probablemente por eso, por el desconocimiento colectivo, porque duramos lo que dura un tuit, porque nuestra personalidad cabe en un TikTok o porque en el fondo toda nuestra vida es una simulación arreglada por filtros –como si fuera Instagram–, tal vez por eso es posible poder elegir gobernantes que nunca dieron la cara, pero que lo que sí vieron fueron los ataques a periodistas que les hacían preguntas inconvenientes.
Rodolfo Hernández no es una anécdota. Donald Trump no fue una anécdota. Los misiles hipersónicos capaces de destruir la mitad del mundo de Vladímir Putin tampoco son una anécdota. La victoria del primer ministro húngaro, Viktor Orbán, quien tiene una estrecha relación con el mandatario ruso –quien no tiene más que una aparente e insaciable hambre de poder y superioridad–, no son una anécdota. Todas son cosas que están sucediendo de verdad. Son las consecuencias y el reflejo de una manera de vivir en la que la realidad superó a la ficción. En este momento no hay ficción en la que quepa tanta mediocre realidad ni tan patanesca propuesta.
Si había un mundo en el que se podía dibujar un panorama distinto y en el que las Américas no fueran una preocupación más para Estados Unidos, con los últimos hechos ha quedado claro que esto no será posible. Hoy no sólo Estados Unidos no puede enfocarse únicamente en sus problemas internos, sino que además tiene que lidiar con las reclamaciones y posturas que algunos países están adoptando con tal de que sean invitados a la tan controversial Cumbre de las Américas.
Imaginen una gran reunión de la América con hambre, con una sed de justicia social y con necesidades de ajustes, pero eso sí, una América uniformada, militarizada y en una apoteosis del triunfo de unos contra otros. Una reunión en la que sucesivamente tomaran la palabra los Andrés Manuel López Obrador, los Nicolás Maduro, los Alberto Fernández, los Gustavo Petro y con la participación del último en llegar a la tribu, que es Miguel Díaz-Canel.
Que nadie pregunte qué es lo que quieren hacer con los países y sus sociedades. Que nadie se cuestione qué plan o programa tienen pensado implementar para sacar de la pobreza a sus pueblos. Que nadie pregunte cómo ellos entienden el siglo 21. Lo entienden como un juego de restas más que de sumas. Mientras que en el otro lado está la desgracia suprema que significa el hecho de que, hoy por hoy –salvo que nazca una nueva generación de hombres de Estado que hayan leído algo más que Wikipedia y que conozcan la historia de las Américas–, la realidad es que Estados Unidos ni está ni se le espera.
Gane quien gane y pase lo que pase, el mundo está en crisis. Las estructuras políticas y los modelos casi de todo tipo simplemente han fracasado. Lo único que las estructuras políticas pueden producir son grandes movimientos que atentan contra ellas mismas, ya que quienes las lideran les fallaron a quienes les pagaban y a quienes los eligieron por hacer su trabajo y gobernar de buena manera. Y ahora, con todo este fracaso de las estructuras que han regido al mundo por más de un siglo, lo que surge es la epidemia de los patanes.