Todo comenzó una noche de1958. Diana de Vegh era una joven estudiante de tan sólo 20 años que cursaba el tercer año de Radcliffe College cuando llamó la atención de John F. Kennedy durante una cena política previa a su reelección en el Senado. Luego de esa velada (en la que se deslumbraron mutuamente), la joven aceptó la invitación de Kennedy para asistir a otra de sus apariciones la semana siguiente, esta vez escoltada por su conductor.
Ella estaba fascinada con su humor y su sonrisa. “Él pasaba el brazo por el respaldo del asiento y yo pensaba, ‘Oh, me pregunto qué significa eso’”, dijo a la revista People. “Tal vez solo iba a poner su brazo sobre el asiento, pero tal vez quería decir… Me había atrapado en el torbellino”.
Luego de ese encuentro casual, Diana y JFK mantuvieron una aventura de cuatro años. El 2 de noviembre de 1963 se encontraba en un restaurante parisino cuando se enteró de la muerte del amante con el que había terminado hacía solo un año, el entonces presidente de Estados Unidos.
Pasaron 63 años hasta que decidió contar la verdad sobre su romance secreto con JFK. Durante la mayor parte de su vida, De Vegh sólo habló de forma anónima para un libro sobre el “lado oscuro de Camelot”, el mito de Kennedy y en un documental.
Hoy una psicoterapeuta ciega de 83 años con dos hijos, nunca quiso revelar el affaire, pero, como le contó al New York Post, quiere que su historia sea un ejemplo para otras mujeres jóvenes que se ven envueltas en relaciones tóxicas con hombres del poder: “Esa idea de que ‘si te vas conmigo te haré especial’ es lo que subyace en casos como el de Harvey Weinstein o Roger Ailes”, asegura, y afirma que al idolatrarlo terminó enamorándose de un hombre que no la quería.
Hoy está contando su propia historia en sus propias palabras por primera vez: en un ensayo para el semanario digital Air Mail y en una serie de entrevistas con People.
Al describir los altibajos de esa aventura (remarca que no es una historia de amor), cuestiona la cultura “que concretó la brecha entre ‘hombres consumados’ y mujeres jóvenes que pueden entrar y salir, una cinta transportadora de mujeres jóvenes. No estoy aquí para tirar basura a un hombre muerto, pero estoy aquí para decir que la cultura es increíblemente problemática”.
De Vegh primero asistió a los mítines de su campaña, donde él la acompañaría en el viaje en auto de regreso a su dormitorio en Radcliffe en Massachusetts; y, finalmente, se mudó a Washington DC, donde trabajó como asistente en el Consejo de Seguridad Nacional, un trabajo que Kennedy le consiguió y que ella odiaba profundamente, excepto por la cercanía que le proporcionaba con el político.
Ella tenía muy en claro que él estaba casado con Jackie, pero estaba “locamente enamorada”.
Estaban juntos, de vez en cuando, con una cita en su apartamento en Boston o en el Hotel Carlyle en la ciudad de Nueva York o, a veces, en la Casa Blanca, como cuenta en la entrevista con People.
Nunca le dijo que la amaba: “Lo que yo consideraba amor entonces era adrenalina, era emoción, era euforia. ¿Sonaría el teléfono? ¿Llamaría? Oh, Dios mío”. Las cosas se enfriaron justo antes de su investidura en 1961. Al final del romance, en 1962, se veían solo cada dos o tres meses: “Comenzamos en el tobogán cuesta abajo y me volví menos especial y me desinfló y me volví para nada genial para él“, dice de Vegh.
También le habían llegado rumores de otros affaires con mujeres como Helen Chavchavadze y Mary Meyer.
Cuando el padre de De Vegh, Imrie, murió en su casa en Nueva York en febrero de 1962, la joven logró despertar. El hombre cuya brillante y enorme presencia la había moldeado tanto se apagó. Su vida en Washington DC ya no funcionaría.
Se despidieron en la Casa Blanca, y ella tilda a la conversación final de “superficial”: “Me fui, así que tenía algo de respeto por mí misma. En otras palabras, cuando fui a despedirme de él, era yo quien decía adiós”.
De Vegh, una figura destacada en ciertos círculos sociales de Nueva York, se mudó a París y luego regresó a casa. Se casó y tuvo dos hijas. Estudió en la Escuela de Arte Dramático de Yale. Ella actuó; obtuvo una maestría en trabajo social; dirigió un grupo de expertos. A los 60 años comenzó su práctica de psicoterapia.
“Como mujeres, tenemos que hacer el trabajo de autoconocimiento para no ser tan vulnerables a estos tipos malos. John Kennedy no tenía su vida de mujeriego por sí solo. La tuvo gracias a muchos, muchos, muchos otros hombres”.
Por eso, ha decidido hablar, por las mujeres jóvenes que hoy y mañana estarán en su misma posición.