Ha pasado ya más de un año del último partido de La Liga con público, un Betis-Real Madrid al que en el Villamarín de Sevilla asistieron más de 50.000 aficionados en las gradas. Desde entonces, se impuso el estado de alarma, el cerrojazo… y el silencio total; por cierto, como ocurría en los pabellones de nuestra muy competitiva ACB, también dejada en el olvido.
Con los estadios vacíos, las pérdidas directas han ascendido, en el más conservador de los cálculos y de manera directa, a 850 millones de euros. No sólo eso. Más allá del plano estrictamente material y económico, esa imagen absolutamente desoladora, con cemento o con decorados que imitan de forma un tanto esperpéntica y deficiente siempre al público real contrasta con otra: la de salas de conciertos, teatros o cines, en espacios cerrados, con afluencia de espectadores y asistentes. ¿Por qué?
¿Es más segura la presencia en un techado WiZink Center de 5.000 personas disfrutando del gran Raphael que la de, pongamos 10.000, viendo un enfrentamiento al aire libre en el Wanda? España, sus Comunidades Autónomas y el propio Ministerio de Sanidad han venido tomando en los últimos meses decisiones contradictorias en materia de restricciones. Y eso no es bueno, al generar tanto incertidumbre como desasosiego y desconcierto. Mal, muy mal.
El Consejo Superior de Deportes, con vínculo gubernamental y competencias a tales efectos, y con carácter inmediato, debería promover una desescalada en La Liga en la que no se diesen pasos en falso, por supuesto; pero en la que, aplicando los debidos protocolos, los aficionados volviesen a sus asientos, con la protección adecuada y la distancia de seguridad pertinente. Si no es así, se incurrirá -ya se está haciendo, de hecho- en un agravio comparativo incomprensible y lesivo. Además, se estará matando a una de las gallinas de los huevos de oro de nuestra revuelta y maltrecha economía. ¿Qué razones podríamos tener para hacerlo?
