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Han muerto de coronavirus dos personajes del canal de televisión en Miami donde trabaja el inefable Barclays: un médico exitoso, dueño de una clínica privada, en sus cincuentas, levemente obeso, que daba consejos a la audiencia para no contagiarse del coronavirus y acabó infectándose él mismo; y un legendario animador y comediante, estrella en Cuba, Puerto Rico y Venezuela, que usaba joyas y relojes de alta gama y se permitía la picardía de mentir sobre su edad, pues decía que tenía setenta y un años cuando en realidad había cumplido setenta y ocho.


Con la llegada de la pandemia hace un año, varios figurones del canal se asustaron, se recluyeron en sus casas, se achantaron y se negaron a seguir saliendo en directo, desde los estudios de la televisora. Barclays fue uno de los pocos valientes o los pocos suicidas que dijeron: yo seguiré saliendo en directo desde los estudios del canal. Otros fueron menos corajudos. Un animador chispeante decidió que se quedaría en su casa hasta que pasara la pandemia: hacía el programa cada tarde desde la cocina de su casa y, semanas después, fue despedido porque sus índices de audiencia se desplomaron: salvó la vida, pero perdió el programa. Un veterano periodista pidió licencia sin cobrar por dos meses. El canal se la concedió y contrató a un periodista joven que cobraba la mitad. Como los índices de audiencia subieron y el público no parecía extrañar al veterano periodista agazapado en su casa, este comprendió que, a riesgo de su salud, debía volver al programa: el canal lo restituyó y el joven periodista que lo reemplazaba fue licenciado sin goce de haber. Humillado, el joven periodista decidió convertirse en instructor de yoga.


Barclays se aferró a su programa como un náufrago a un neumático en alta mar. No faltó un solo día, no tomó vacaciones, no salió de viaje. Temeroso de que la maquilladora del canal le contagiase el virus respiratorio, decidió maquillarse en su casa: a veces lo maquillaba su esposa, a veces se maquillaba él mismo. Al mismo tiempo, decidió que ya no recibiría público en el estudio por las obvias razones de salud. Cada noche solían asistir al programa unas treinta o cuarenta personas procedentes de distintas ciudades de América. Barclays notificó a la gerencia y la seguridad del canal de que ya no recibiría público en el plató. Por último, tomó la decisión de no hacer entrevistas para neutralizar el riesgo de que alguno de sus invitados lo infectase. Así las cosas, el programa de Barclays mutó radicalmente: de ser un espacio de entrevistas con público que aplaudía y se reía, se transformó en una hora de noticias aderezadas con la opinión más o menos arbitraria del inefable hombre del flequillo.


Un año después, Barclays seguía al pie del cañón, comentando las noticias cada noche. En los peores meses de la pandemia, ocurrió un fenómeno extraño, infrecuente: más personas veían el programa, pero menos clientes publicitarios lo auspiciaban. Debido a ello, Barclays tuvo que encajar con aplomo el golpe que le propinaron los gerentes, rebajándole el sueldo. Lo importante era que, mal que mal, el programa y Barclays, una cosa indesligable de la otra, sobrevivieron y hasta se robustecieron en medio de la crisis. Además, gracias a la facilidad de enviar el programa cada noche por internet en alta resolución, Barclays consiguió que su espacio se viera no solo en los Estados Unidos, sino en países como Argentina, Perú y Chile, y luego en Costa Rica, Panamá y Ecuador. Como la gente estaba encerrada en sus casas, más personas veían televisión, más personas querían informarse del coronavirus, más personas sintonizaban al inefable Barclays. Es decir, la adversidad venía preñada de oportunidad, de oportunidades; la crisis era terrible y podía ser mortal, pero, al mismo tiempo, servía para expandir el tamaño de la audiencia.


Como Barclays estaba seguro de que moriría si se contagiaba del coronavirus, una certeza que provenía de sus enfermedades respiratorias y su fibrosis pulmonar, males diagnosticados hace muchos años y acaso provocados de su compulsión más o menos autodestructiva por viajar en avión cada fin de semana, y como la esposa de Barclays, una mujer joven, lista, dispuesta a resolver todos los problemas de este mundo, no quería su su marido se muriera, ella se puso a la tarea de conseguirle una cita para ser vacunado apenas se abriese la oportunidad. Lo primero que hizo fue conseguir el certificado médico y las placas recientes que acreditaban que Barclays, cincuenta y seis años ya cumplidos, padecía de fibrosis pulmonar. Solo estaban vacunando a los mayores de sesenta y cinco años, o a los mayores de cincuenta si tenían enfermedades crónicas de riesgo mortal. La esposa de Barclays inscribió a su marido en la lista de espera de la ciudad. Le dijeron que lo llamarían cuando fuese su turno. Esperaron pacientemente. Barclays pudo vacunarse antes, declarando que, al ser periodista de televisión, calificaba como trabajador esencial, pero no quiso hacerlo porque no consideraba su trabajo esencial, sino perfectamente irrelevante, prescindible, y porque no quería cortar camino, tomar atajos, saltarse el turno. Pasaron varias semanas hasta que la esposa de Barclays le dio la gran noticia:


-Tienes cita este viernes a las dos de la tarde en el estadio de los Marlins.


La noche previa Barclays no durmió. A media mañana, ya estaban haciendo una larga fila de coches. Pasaron varios controles previos a la vacunación: Barclays mostró su pasaporte de los Estados Unidos, su licencia de conducir, su seguro médico, los certificados de su médico de cabecera. La fila de coches fue lenta y pesada, bajo un sol inclemente. En el último control previo a la vacunación, una mujer joven, enteramente vestida de negro, le preguntó a Barclays:


-¿Qué edad tiene?


-Cincuenta y seis -dijo el periodista.


-Entonces no puede vacunarse -dijo la mujer-. Solo estamos vacunando a mayores de sesenta, con certificados médicos.


Barclays le explicó que las autoridades sanitarias de la ciudad le habían confirmado su cita, que en verdad padecía de las enfermedades que sus certificados diagnosticaban, que había pasado todos los controles previos, que le habían dicho que las personas mayores de cincuenta, en zona vulnerable por enfermedades preexistentes, podían vacunarse. La mujer hizo una anotación en el vidrio delantero de la camioneta de Barclays, se quedó con los papeles de la cita, doblándolos, arrugándolos, y le dijo que tenía que salir de la cola vehicular y marcharse de inmediato, puesto que no le tocaba vacunarse. Al borde de las lágrimas, Barclays y su esposa le juraron que habían hecho la cita siguiendo todas las reglas, que la cita les había sido confirmada por la ciudad, allí estaban los papeles como prueba de ello, y que, al inscribirse en la lista de espera, y al recibir la confirmación, nadie les había dicho lo que ahora ella, la mujer vestida de negro, como un cuervo en un cementerio, les comunicaba: que, siendo Barclays menor de sesenta años, tenía que seguir esperando unas semanas más. Aunque le rogaron compasión, aunque le imploraron que se apiadara de ellos, la mujer fue impermeable a las súplicas y los expulsó del recinto. Barclays y su esposa regresaron a casa abatidos, tristísimos, sin hablarse. Fue un momento terrible, desolador.


-Seguramente ahora me contagio y me muero -le dijo Barclays a su esposa, pero ella no cayó en la trampa de decir una palabra de la que luego podía arrepentirse.


Unos días después, enterado el médico de cabecera de Barclays de que su paciente, teniendo cita para vacunarse confirmada por la ciudad, había sido rechazado, se abocó generosamente a la tarea de conseguirle una cita a Barclays, en una cadena de farmacias. El médico, que atendía a Barclays hacía veinte años, que tenía consulta privada, que conocía a media ciudad, movió sus hilos e influencias para que Barclays fuese vacunado en una farmacia cercana a su consultorio. Un buen día, el doctor llamó a la esposa de Barclays (el periodista no hablaba por teléfono con nadie) y le anunció, en tono victorioso, que le había conseguido turno de vacunación a Barclays en una farmacia a dos calles de su consultorio: había que presentarse entre cuatro y seis de la tarde y le inocularían la vacuna Pfizer, la mejor de todas. Por supuesto, era imperativo que Barclays presentase los certificados médicos expedidos por el doctor que le había conseguido la cita. Animados, risueños, raramente optimistas, Barclays y su esposa recogieron a su hija del colegio, la dejaron en la casa y manejaron hasta la farmacia donde, en teoría, él sería vacunado. Llegando, Barclays se identificó. La mujer revisó sus listas una y otra vez, cotejándolas con la licencia de conducir de Barclays, y anunció:


-Usted no tiene cita, señor. No está en la lista. Venga cuando lo llamemos.


-Pero me han llamado -dijo Barclays-. Me aseguraron que hoy tenía cita.


-No aparece en la lista -dijo la señora-. No sale. Mire, busque su apellido: no está.


En efecto, el apellido Barclays no figuraba en aquella lista larguísima. Además, la farmacia estaba desbordaba por docenas de personas que pugnaban por vacunarse como si aquella vacuna fuese la dosis justa para no morir jamás, para ser inmortales. Como algunas personas haciendo la fila reconocieron a Barclays y le pidieron fotos, este juzgó conveniente batirse en retirada, en medio del fracaso más oprobioso. Mientras manejaban de regreso a casa sin hablarse, sonó el celular de la esposa de Barclays. Era el médico de cabecera, disculpándose, diciendo atropelladamente:


-Tenían que dar mi nombre, era mi nombre el que estaba en la lista, y así yo iba a la farmacia y entrábamos por la puerta de atrás.


Barclays le agradeció y le dijo:


-Gracias, pero prefiero no hacer trampa.


-Pero tú eres trabajador esencial -le dijo el doctor-. Como trabajador esencial, te vacunan sin problemas.


-No soy esencial -dijo Barclays-. Soy completamente secundario. Soy un actor de reparto.


Llegando a casa, Barclays se desplomó en su cama, cubrió su rostro con una almohada y lloró brevemente, sin que su esposa se diese cuenta. Una vez más, había perdido.

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