A medio camino entre el humor y la verdad, los miramientos de Gran Bretaña con el Continente han dado pie a no pocos episodios memorables. Recordemos, por ejemplo, a aquel señor Wyatt que, nada más llegar a París, deletreó su apellido al recepcionista de la manera más ofensiva posible para un francés: «Waterloo, Ypres, Agincourt, Trafalgar, Trafalgar». O a ese petimetre que, al desembarcar en Calais, no pudo evitar quejarse del «espantoso olor» de la costa: mucho más viajado, su tutor tuvo que aclararle que ese era «el olor del continente». Por supuesto, los continentales han devuelto las pullas con no menos sorna: lo más amable que se ha dicho sobre la cocina insular –por injusto que sea– es que...
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