Como la línea entre la vida y la muerte, el espacio entre salvar a un ser humano y poner fin a sus días también puede ser muy débil. Durante los últimos años, no ha sido raro leer en las noticias los casos de sanitarios acusados de cometer asesinatos, sirviéndose de su cercanía con los enfermos para terminar con su tiempo en este mundo. Aunque no es la norma, son sucesos que provocan estupor en los lectores, que a menudo conocen testimonios fríos, calados por la psicopatía y argumentos imposibles de entender. El más reciente, el de Lucy Letby, una enfermera británica sospechosa de haber asesinado a ocho bebés y planeado el mismo destino para otros diez pequeños, ha provocado un escándalo monumental en el Reino Unido, donde los ciudadanos se preguntan por qué nadie tomó antes cartas en el asunto. Desde 2018, el comportamiento de la joven, de 30 años, se consideraba sospechoso, aunque siguió en libertad hasta hace unos días.
Mientras los británicos siguen boquiabiertos, el caso no sorprende del todo en otros países, como por ejemplo España. Hace año y medio, la auxiliar de enfermería Beatriz López, de 39 años, fue condenada a cuarenta de cárcel por haber asesinado a dos personas en el Hospital Príncipe de Asturias de Alcalá de Henares. Utilizando inyecciones con las que hacía entrar aire en su sistema circulatorio, arrebató la vida a dos ancianas, de 92 y 86 años. La primera de ellas iba a recibir el alta al día siguiente, y dejó un hijo con una minusvalía del 86%. Según los informes psicológicos, López no padecía un trastorno, pero sí había dado muestras de una dureza extraordinaria de carácter, marcado por la falta de empatía, la suspicacia y el hielo emocional.
Distintas motivaciones
No muy lejos, en Alemania, el caso más terrorífico fue el del enfermero Niels Högel, condenado a cadena perpetua tras haber provocado la muerte a 86 personas. Con sobredosis de medicamentos, Högel causaba colapsos respiratorios y cardíacos a sus pacientes, a los que luego asistía. Se trataba de una treta para escalar puestos entre sus compañeros. Cuando conseguía salvar las vidas que él mismo había puesto en peligro, recibía las felicitaciones del resto del personal. En los demás casos, los pacientes se apagaban sin remedio, por su culpa. Mientras se presentaba como un tipo de temperamento afable y profesionalidad sin tacha, el enfermero era en realidad un asesino. «Yo quería que me valoraran y con el trabajo rutinario no era posible», intentó justificarse durante el juicio. En su caso, los psicólogos determinaron que sufría un problema de narcisismo severo.
En este siniestro recorrido, mención aparte merece el caso del doctor Harold Shipman, tristemente célebre por ser uno de los mayores asesinos en serie de la historia del Reino Unido. Shipman, que al parecer arrastraba una carga de malestar, problemas con las drogas y odio de tipo explosivo, fue el responsable del asesinato de más de 200 personas durante varias décadas, hasta su detención en el año 2000. Su método no era muy distinto del resto de casos citados -para matar, inyectaba sobredosis de morfina-, pero sí lo parecen sus motivaciones: su objetivo era deshacerse de ancianas que le caían mal. Tras pasar algún tiempo en la cárcel, apareció ahorcado en 2004.
A pesar del asombro que producen estos sucesos, donde personas encargadas de cuidar a los enfermos terminaron por convertirse en los responsables de su muerte, los casos, por suerte, son pocos, y nada representativos de una profesión entregada a salvar vidas.