Cuando comencé a ir al Latinoamericano, Rodolfo Puente ya no estaba ahí, en el lugar preferido para los jugadores más felinos del infield. Ya se había ido sin dejarme disfrutar esa imagen de torpedero feliz, de manos elegantes para soltar una esférica sin apenas acariciarla. Lo contaban mis tíos, lo extrañaban en las gradas, lo añoraban ver los niños.