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El viento aullaba sobre la torre del Trinity College aquella tarde de noviembre. Ludwig Wittgenstein, profesor de Lógica, giró el pomo de la puerta y subió la escalera hasta su habitación desde la que se veían las cúpulas de las iglesias de Cambridge.
Aunque la guerra había traído consigo duras privaciones, la calefacción de carbón seguía funcionando. Había estado comiendo con su colega David Pinsent en un restaurante barato donde el frío era espantoso. David había pronunciado un largo monólogo sobre la superioridad de las ciencias positivas sobre la filosofía. Ludwig había aguantado estoicamente aquel discurso, mientras la lluvia sacudía los cristales emplomados del local.
Era un placer volver a estar solo. Echó un vistazo a sus cientos de libros y eligió...
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