El procés es una parodia que satisface los requisitos de tal figura retórica: imitación burlesca de una cuestión cuyo asunto, protagonistas o modo de expresión trasponen cómicamente la realidad. Una trasposición que conduce a una inversión de valores. El procés es eso: unos comediantes que torpedean sistemáticamente la legalidad democrática en nombre de la democracia y a mayor gloria de sus particulares intereses.
El último episodio de la parodia independentista se escenificó a finales de la semana pasada en el Parlament. Ya saben: que si Cataluña es republicana, que si Cataluña no reconoce ni quiere ningún rey. El resultado: una victoria pírrica que el secretario general de la Cámara no publica en el BOPC por desobedecer las resoluciones del Tribunal Constitucional. Joaquim Torra -parodia dentro de la parodia- exige el cese del funcionario que no notifica el resultado de la votación y pide que lo haga Roger Torrent, presidente del Parlament. Muy feo, el intento de suspender al funcionario y cargar el mochuelo a un dirigente de ERC. Lo curioso del episodio -parodia al cubo- es que a Joaquim Torra le conviene que no se publique el resultado de la votación en el BOPC para evitar otra investigación del Alto Tribunal al tiempo que gana perfil ante una ERC que no publicará la broma -los sueños húmedos- aprobada en el Parlament.
La parodia del Parlament tiene un cuádruple objetivo. Primero: ocultar la manifiesta incompetencia e irresponsabilidad del independentismo frente a la crisis sanitaria y económica. Segundo: victimizarse ante el Estado y la ciudadanía. Tercero: apertura de la campaña de las autonómicas. Cuarto: advertir a ERC que no puede pactar los Presupuestos Generales del Estado, ni reunir la mesa de diálogo con el Gobierno español, ni diseñar un tripartito de izquierdas en Cataluña, sin un pacto previo que incluya el derecho a la autodeterminación, la amnistía de los políticos presos y el retorno de los fugados. Parole, parole, parole. Parodia, parodia, parodia.