Pocas cosas más placenteras que los atardeceres de Baiona. El pasado martes, mientras el sol se ponía por el horizonte del océano, el cielo y el mar se tiñeron de un color rosa pálido que envolvía la atmósfera, creando una impresión de irrealidad. Sólo duró unos pocos minutos porque la noche se fue adueñando del día, mientras se encendían las luces de Panjón al otro lado de la bahía, minúsculas luminarias en la oscuridad.
Fue un momento irrepetible como lo son muchos en este paraje en el que los vientos del piélago arrastran las nubes hasta crear una espesa niebla que impide ver al vecino. Uno tiene entonces la impresión de estar fuera del tiempo, en algún lugar remoto y aislado...
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