¿Ha visto alguna vez un perro cuando muestra amenazadoramente sus colmillos ante la presencia de un desconocido indeseable? Esa imagen me vino al recuerdo cuando le pregunté su nombre a un revendedor en las inmediaciones de una tienda tunera. Su respuesta entre dientes me recordó a un can iracundo.
«¿Pa’qué quieres saberlo? —gruñó, agresivo y receloso—.¿Eres policía o inspector? Dale, si vas a comprarme detergente hazlo rápido. Si no, circula, que aquí me estás maleando». Y con la misma hizo una mueca que pretendió ser sonrisa.
No digo que todos —absolutizar es siempre equivocarse—, pero muchos de quienes frecuentan las colas y acaparan productos de gran demanda para luego especular con sus precios reflejan en sus conductas un alto grado de marginalidad. La violencia física y la verbal no les son ajenas. Y la revelan siempre que perciben algún peligro para sus innobles propósitos.
Un buen observador los identificaría al instante. Pescadores en río revuelto, los coleros-acaparadores-revendedores se las arreglan para conseguir en los tumultos —mediante la guapería o la imposición— los mejores sitios. Al llegar al mostrador, compran cuanto le vendan, en especial lo más demandado en la calle. Luego salen a proponerlo a montos de infarto.
Los hay desde viejitos venerables —aparentemente incapaces de «romper un plato», como decía mi abuela—, hasta jóvenes en edad escolar, falsas embarazadas, simuladores de incapacidad y engañosos mendigos. Parecen poseer el don de la ubicuidad, pues están en cualquier parte donde se venda «algo». Y, a imagen y semejanza de la hidra de la mitología griega, se les neutraliza hoy y mañana se multiplican sus cabezas.
Lo desconcertante es la existencia de personas que apoyan a ultranza la práctica de la reventa con argumentos propios del síndrome de Estocolmo, en que las víctimas llegan a solidarizarse tanto con sus victimarios que hasta devienen defensoras cuando se les juzga ante los tribunales. Ocurre como si el condenado se aliara con su verdugo.
«No sé por qué persiguen a esa gente, si es la que nos está resolviendo los problemas —le escuché decir a una señora de mediana edad—. Yo trabajo y no puedo faltar a mis deberes para dedicarme a hacer una cola sin saber si alcanzo lo que necesito. Es cierto, todo lo que revenden es carísimo. Pero si tengo dinero, lo compro. Así me ahorro disgustos».
La apertura de las tiendas que venden en moneda libremente convertible, además de beneficios per se, trajo consigo otra «modalidad» ilícita: la venta de turnos en las colas. Pueden costar más de cien dólares, según el artículo que pretenda adquirir el potencial comprador. Los mercaderes de nuevo tipo, ante una recriminación, reaccionan con amenazas e improperios.
Las leyes cubanas sancionan con privación de libertad de tres meses a un año, o multa de cien a 300 cuotas, o ambas, «al particular que adquiera mercancías u otros objetos con el propósito de revenderlos para obtener lucro o ganancia». Es decir, existe un marco legal para hacer caer todo el peso de la ley sobre quienes proyectan convertir la especulación y la estafa en un modo de vida reñido con el trabajo honrado.
Pero la lucha contra coleros y revendedores no corresponde solo a las autoridades. Como expresó en fecha reciente el Presidente Miguel Díaz-Canel Bermúdez, «tenemos que lograr entre todos un enfrentamiento más efectivo, más singular, con mayor exigencia, contra dos tipos de actores que nos han surgido en medio de esta situación e irritan mucho a la población».
Todas las conductas que afecten de alguna manera al pueblo trabajador en medio del complejo contexto en que nos encontramos deben ser rechazadas y combatidas. Se trata de procederes que contradicen la vocación solidaria de la mayoría. En términos de moral y desvergüenza, los coleros están en la cola de la sociedad, acaparan la repulsa pública y revenden a precio barato su condición de seres humanos.