El ruidoso derrumbe de la mina San José, ubicada en una zona desértica a unos 800 kilómetros al norte de la capital chilena de Santiago, activó las alarmas esa tarde soleada del jueves 5 de agosto de 2010. Un turno completo de mineros, compuesto por 33 trabajadores, quedó sepultado a unos 700 metros de profundidad y en ese momento, hace diez años, no había ningún indicio de que estuvieran vivos o muertos. Solo la esperanza de quienes viven y trabajan en las minas del norte chileno, que cuando hay accidentes de ese tipo emprenden una rápida carrera por la vida de los sepultados. Una década después, los 33 mineros se sienten abandonados y varios de ellos, con sus vidas quebradas. La esperanza, para ellos, desapareció.
Todos los primeros intentos por acceder a través de la bocamina se frustraron por las enormes rocas que bloquearon el socavón, mientras los mineros sepultados también abandonaron sus primeros intentos por salir por un túnel de emergencia al que le faltaban las escaleras pues los dueños de la mina nunca las instalaron. Desde los primeros días comenzaron a llegar las mujeres de los trabajadores, quienes se instalaron en un campamento que llegó a albergar a tres mil personas, que con el correr de las semanas incluyó a familias completas, comerciantes, periodistas y rescatistas.
Esa fue una presión enorme para que el gobierno –por entonces a cargo del primer mandato de Sebastián Piñera- no abandonara la búsqueda y comprometiera crecientes recursos para la búsqueda y rescate.
El 22 de agosto –o sea 17 días después del derrumbe- un taladro que recorrió los más de 700 metros de profundidad hizo contacto con los mineros, quienes enviaron una nota con letras rojas, escueta pero precisa: «Estamos bien en el refugio los 33». El mensaje fue escrito por el minero José Ojeda, ahora de 57 años de edad, quien vive con una pensión que les entregó el Estado, de unos 350 euros, y agobiado por daños sicológicos, alteraciones del sueño y una diabetes avanzada que le dificulta caminar.
Desde que Ojeda escribió y pudo enviar el mensaje, el mundo se enteró que los 33 mineros estaban en un estrecho refugio en casi total oscuridad, altas temperaturas y humedad. Comían un par de cucharas de atún y un sorbo de leche al día. El hallazgo de los mineros desató una nueva carrera, ahora por sacarlos de las profundidades. Ingenieros en minas, técnicos en perforaciones, asesores de la Nasa, calculistas, soldadores y rescatistas se abocaron a diseñar hasta tres planes alternativos para el rescate.
Después de más de treinta días de perforaciones, una de las tres máquinas taladradoras logró romper el techo del refugio, los técnicos encamisaron el túnel de unos 90 centímetros de diámetro e introdujeron la cápsula Fénix, por la que bajó a la mina el primero de los cinco rescatistas que participaron en el rescate directo de los mineros. La madrugada del 13 de octubre salió a superficie el primer trabajador y luego los siguientes cada una hora. El último salió luego de 69 días, 6 horas y 51 minutos de sepultación.
Una audiencia global
El rescate fue transmitido por televisión en directo a una audiencia de 1.200 millones de espectadores en el mundo y comenzó una historia que muchos de ellos prefieren callar: giras por el mundo, programas de TV, contratos para un libro que nunca se escribió y hasta una película hollywoodiense de escaso éxito, protagonizada por el español Antonio Banderas. Pero muy pocos recibieron ayuda y dinero, la mayoría volvió a sus vidas de pobreza.
Jimmy Sánchez, que en el momento del accidente tenía 19 años, se queja: «Ganaron mucho con nosotros y nosotros no ganamos nada». Como sus compañeros, nunca pudo volver a trabajar en una mina, pero tampoco encuentra otros empleos y vive con la pensión del gobierno en el mismo barrio pobre en la nortina ciudad de Copiapó junto a su familia. «Una vez fui a buscar trabajo, pero supieron que era yo y me cerraron las puertas. No fue culpa mía quedarme encerrado», reclama.
Omar Reygadas, uno de los mineros más experimentados, tampoco pudo volver a las minas y ahora con 67 años cuenta que ha trabajado como chofer, pero ahora está desempleado como efecto de la pandemia viral.
La unidad y disciplina que les ayudó a sobrevivir bajo tierra se resquebrajó en la superficie. Ninguno de los proyectos colectivos que se propusieron –como crear una fundación– tuvo éxito. «Las familias provocaron toda esta desunión entre nosotros. Hubo un antes, un durante y un después. Y después que salimos ya se transformó en cada uno por su lado», dice Jimmy Sánchez, para agregar enseguida un punto clave: «Hubo muchos que se preocuparon de lo monetario y se olvidaron de todo lo que vivimos», según declaró a la agencia AFP.
La diferencia la hace el minero Mario Sepúlveda, el más histriónico de los rescatados, quien incluso desde el fondo de la mina relataba para la TV cómo vivían en la profundidad. Su fama la usó para hacer conferencias, apoyar candidaturas políticas y, sobre todo, estar en programas de televisión. Su participación en un reality show le permitió ganar un premio de casi 150.000 euros, con los que creó una fundación de apoyo a niños con síndrome autista, como su hijo menor de siete años.
Pero de proyectos colectivos, nada. Casi no se hablan entre ellos, menos se juntan. Ya pasó la fama y la mayoría de ellos regresó a una vida de carencias, como la de los mineros del norte de Chile.