Rebasamos la cuarentena y Antonio, amablemente, me hace una precisión a la página de ayer obtenida en sus muchos viajes que conviene recoger aquí: «El número cuarenta, cuando se expresa en la Biblia, nos significa realmente la cantidad de 40 jornadas, meses o años. En la cábala Julia, cuarenta es el numero que equivale a «lo suficiente». Para mí, es una bella expresión de Dios para expresar que ha está bien cuando se llega al número 40 de lo que sea«. Y tanto que ya está bien, pero ahora resulta que las mismas autoridades que no sabían cómo recluirnos ahora tampoco saben cómo sacarnos. Y la cuarentena se irá convirtiendo en cincuentena, en sesentena... quién sabe.
La ciudad está cada vez menos vacía. Se nota en el tráfico por la mañana, sobre todo. En los semáforos donde antes raramente se coincidía con uno o dos vehículos a lo sumo, ahora es fácil encontrar detenidos a un puñadito de media docena o así. Hay actividad aunque oficialmente se haya restringido al máximo. El momento culminante del parón laboral lo supuso la Semana Santa y la semana precedente, esa quincena a caballo entre marzo y abril en que se decretaron vacaciones pagadas forzosas para todos los españoles salvo para un minúsculo grupito de «trabajadores esenciales».
Las últimas estadísticas que ha hecho público el INE son de esa fecha. Los datos van siempre por detrás de la realidad cotidiana como tristemente hemos experimentado en esta enfermedad contagiosa, pero es lo que hay. Según el Instituto Nacional de Estadística, me encuadro en el 9,87% de residentes en el cuadrante Sevilla 5 E -un polígono irregular que va desde el Prado de San Sebastián hasta Bamia- que el 15 de abril (última fecha de la que hay datos) salió de su zona de residencia. En total, fuimos ese día 2.045 personas de un total de 20.711 personas las que nos desplazamos por motivos laborales, médicos o de atención a dependientes, que son los únicos casos permitidos.
Estos datos los rinde nuestro teléfono móvil cada vez que nos desplazamos triangulando los postes repetidores a los que se conecta para tener señal. Y permiten un detalle del mapa de desplazamientos ciertamente asombroso. Por ejemplo, calcula exactamente el número de personas de mi barrio -vamos a llamarlo convencionalmente así- que viajaron a Los Remedios, por ejemplo: 166 personas. O permite saber cuantas personas coincidimos ese miércoles de la semana pasada (15 de abril) en la isla de la Cartuja, donde habitualmente trabajaban unas treinta mil personas. Esa fecha lo hicieron 2.709 personas aunque hay que hacer la salvedad de que en el reparto estadístico, el parque tecnológico de la Cartuja y las instalaciones anexas no es distrito aparte, sino unido a Triana y eso distorsiona los datos.
En fin, los números no hacen sino corroborar la impresión que se tiene cuando se circula por la ciudad. En mi calle, la mayoría de vehículos lleva aparcado desde el comienzo del enclaustramiento sin moverse un milímetro y solo hay cuatro o cinco huecos libres que se van rotando los coches que sí se mueven. En mi garaje, de una veintena de automóviles que tengo a la vista, solo el de mi vecino Miguel (ginecólogo, cirujano de mamas que ha seguido pasando consulta y operando todo este tiempo) y el de un servidor salen y entran regularmente. El resto, muy esporádicamente para cargar la compra o ni eso.
Hay muy poca gente moviéndose de un lado para otro. En vista de lo cual, el Ayuntamiento ha aprovechado para repintar toda la señalización horizontal del paseo de Colon y la avenida de la Palmera, que falta hacía. Como pintan de noche, no les habrá hecho falta ni cortar el tránsito rodado, porque salvo patrulleros y ambulancias no hay quien ande a deshoras por la ciudad desierta.
La ciudad desierta ofrece una paradójica belleza que los noticiarios audiovisuales se empeñan en mostrarnos desde el aire para que nos admiremos de la obra humana, de los monumentos, del pavimento escaqueado de las plazas mayores vistas en una perspectiva cenital, de los jardines y los setos alineados, de las construcciones y la huella del hombre... Pero sin el hombre. Es el verso machadiano tan manoseado como mal citado de «Oh maravilla, / Sevilla sin sevillanos / qué gran Sevilla».
Como si estuvieran empeñados en mostrar que el hormiguero humano está de más y que el mundo sería más hermoso si se decretara la extinción de la especie humana. Puede parecer producto de una borrachera, pero el transhumanismo va por ese camino. El empeño en presentarnos jabalíes, osos, corzos, vamos, cabras y demás fauna salvaje invadiendo las ciudades ahora que no hay trasiego en ellas obedece, en última instancia, a una ensoñación calenturienta según la cual, al mundo le iría mucho mejor sin la presencia humana.
De ahí al darwinismo social, al sálvese quien pueda, al exterminio de las poblaciones decretado por alguien que se cree en posesiones de la única verdad que tiene que imponer a los demás hay un paso. Y cuidado con darlo. Así que esos pensamientos tenemos que sacárnoslos de la cabeza cuanto antes y echar en falta el bullicio humano, el trajín de los mercados y las plazas, la algarabía en torno a los estadios deportivos, las carreras de los chavales saliendo del colegio, las procesiones ordenadas en torno a los templos, las voces destempladas y hasta los gritos de los borrachos, la barahúnda de una tarde de compras, la ternura que nos inspiran los bebés en la calle...
Javier me decía que Beatriz ha pasado la mitad de su vida confinada. No le falta razón: nació el día de San Blas y en estos casi tres meses, lleva cumplidas dos cuarentenas completas: una al aire libre y otra sin salir de casa. Los abuelos van a ser unos extraños para ella cuando los vea sin posibilidad de reconocerlos porque no guardar memoria anterior de sus voces, sus olores o sus gestos.
No, las ciudades desiertas no nos gustan. Por muy espectaculares que luzcan desde la cámara del helicóptero, por muy hermosas que nos parezcan los monumentos con que e hombre las ha engrandecido. Nuestras ciudades no son ningún decorado, no son de cartón piedra con en el cine para rodar la secuencia y luego desecharlas. Nuestras ciudades están llenas de vida y tenemos que apreciar y dar gracias a Dios por quienes vivimos en ellas. Aunque los demás nos parezcan zafios, groseros o maleducados. Estamos juntos en esta calamidad y lo seguiremos estando cuando salgamos de ella, si Dios quiere.
Hasta entonces, no se olviden: «Tengan cuidado ahí fuera«.