La discusión y posterior “solución” en torno a la imagen de un Zapata afeminado en el cuadro “La revolución”, de Fabián Cháirez, abrió una ventana no esperada que nos permitió asomarnos y reconocer el rostro más intolerante de una parte de la izquierda mexicana y darnos cuenta de que, cuando se trata de creencias, da igual si hablamos de religión o de revolución, de fanáticos de deracha o de izquierda.
Por principio he de decir que a mí en lo personal me parecen maravillosas y que celebro todo tipo de manifestaciones artísticas disruptivas. Una de las funciones del arte es desacralizar y su gran aporte a la cultura de la humanidad ha sido romper los esquemas preconcebidos para ir siempre más allá. El arte que no molesta al estatus quo, que no sacude los cimientos y las conciencias, que no rompe con lo establecido suele ser intrascendente.
Desacralizar a dioses y a héroes los hace más humanos y a nosotros más libres. La discusión no es, como se ha dado en algunos foros, si Emiliano Zapata era o no homosexual, eso no le importa a nadie más que a él, y no lo hace mejor ni peor revolucionario. Para algunos grupos la imagen de un Zapata homosexual puede ser reivindicativa, y tienen todo el derecho a ello. Su gran aporte a la revolución y a la vida del país fue una mayor justicia para el trabajo del campo y la reforma agraria y eso no cambia por una pintura. Lo que está a discusión es la imagen de un héroe y quién tiene derecho al uso de una imagen. Es ahí donde debemos poner el acento para evitar que, sea quien sea, un creyente, un devoto, el sacerdote de un culto, un pariente, un funcionario público, nadie pueda abrogarse el derecho a la imagen y la memoria de ningún personaje.
Así como la imagen de la virgen de Guadalupe no pertenece a los descendientes de Juan Diego, ni a los jerarcas de la iglesia católica, ni a los administradores de la Basílica y la encontramos representada como figura central en decenas de batallas (hay virgen de Guadalupe zapatista con paliacate, wixarika con ojos de peyote, de las barricadas oaxaqueñas con máscara antigas, etcétera) la imagen de Zapata tampoco es propiedad de los parientes, ni de los historiadores, ni del gobierno federal. Haberles dado entrada a los descendientes para que expresaran su opinión sobre el cuadro dentro de la exposición y haber cambiado la decisión del curador de que ese cuadro fuera la imagen de la promoción es un error gravísimo del gobierno federal y del presidente. En aras de resolver un conflicto se abrió un puerta a la intolerancia y un derecho de sangre que a la larga nos puede costar muy caro.
La memoria es permanente, inacabada, pero, sobre todo, colectiva. El arte cuestiona, duda, desacraliza y así cumple su función disruptiva. En medio, más vivo que nunca, está Zapata.
(diego.petersen@informador.com.mx)