Iraida Rodríguez recuerda a un Frank cuyo rostro no era un símbolo de lucha, ni una mirada sobre la antigua terminal de Holguín; ni su nombre, el de un municipio, sino un joven, que tocaba piano, leía, bailaba y romanceaba como cualquiera. “Para quien no entiende su grandeza: cuando fue asesinado Frank tenía mi edad. Yo no he hecho nada, él hizo historia”.