El Ministerio Fiscal asume diversas concepciones institucionales, según los diversos países que consideremos. A lo largo de nuestra propia evolución jurídica, en España hemos ido consolidando una idea esencial para el Estado de Derecho: la imagen de un Fiscal imparcial, autónomo del poder político, que ejerce sus funciones constitucionales con arreglo a la ley, procurando hacer justicia y defender el interés público.
La actual concepción de nuestra función es posiblemente la más avanzada y democrática que jamás hemos tenido. Hasta 1969, la legislación proclamaba que el Fiscal era un órgano de comunicación del Gobierno con el poder judicial. No está mal desarrollar una función de esa índole. Si el Gobierno es democrático y se rige por la ley, actuar como su valedor y representante es una función honrosa. Los embajadores de España representan al Gobierno de la Nación ante el propio de las naciones amigas o aliadas. Los señores Abogados del Estado defienden los intereses del Gobierno, considerado como Administración Civil del Estado, ante todos los órganos institucionales, tanto judiciales como administrativos, y lo hacen desde la plena legitimación que les concede el interés general al servicio del que actúan. Los Delegados del Gobierno tienen una función esencial en el ámbito territorial, siendo la defensa de la seguridad pública una de las más relevantes, y que más aprecian los ciudadanos honrados, que esperan poder desarrollar libremente su personalidad en paz y libertad.
Sin embargo, la Constitución de 1978 concibe al Fiscal como un órgano constitucional, que ejerce sus funciones por mandato directo del pueblo constituyente, si bien se rige orgánicamente por un Estatuto con rango de ley, sin que por tanto se confíe a la intuición de cada magistrado fiscal el determinar “ad libitum” cómo debe desarrollar su trabajo. Una Constitución que ha pensado en un Fiscal autónomo del poder ejecutivo, como resulta manifiesto del propio texto de la Carta fundamental. Cuando la Constitución encomienda al Fiscal velar por la independencia de los tribunales (artículo 124 CE) no está confiando dicha función a un delegado del Gobierno. Si así fuera, los tribunales no tendrían como valedor al Fiscal, a la hora de supervisar la actuación de la Administración pública, que les encomienda el artículo 106.1 de la misma Constitución. Entregar la vigilancia a un vigilado no tiene ningún sentido. Esta función de velar por la independencia de los tribunales no cesa en ningún momento, ni tan siquiera durante la celebración de los juicios, por lo cual la función del Fiscal nunca es absolutamente equivalente a la de las partes, a las cuales no se encomienda tal misión.
El Fiscal actúa desde la imparcialidad. Ello significa que puede y debe posicionarse en contra de la tesis del Gobierno, si la misma es contraria a Derecho o no resulta procedente por la razón que sea. Si el Fiscal estuviera a las órdenes del Gobierno jamás podría separarse del criterio del Ministro de Justicia. Sin embargo, es notorio que en muchas ocasiones no es coincidente la posición del Fiscal con la asumida por el Abogado del Estado, siendo en ocasiones incluso francamente contradictoria.
Ciertamente, el Fiscal General es nombrado por el Rey, a propuesta del Gobierno, oído el Parlamento y el Consejo General del Poder Judicial. Sin embargo, esta circunstancia no limita ni condiciona su autonomía. Dos magistrados del Tribunal Constitucional son también nombrados por el Gobierno, y jamás se ha escuchado una sola crítica respecto de su independencia jurisdiccional, que se da por supuesta no obstante su selección por el poder ejecutivo.
La autonomía no implica necesariamente una absoluta indiferencia del Fiscal respecto de las posiciones del Gobierno. El poder ejecutivo es en España netamente democrático, su presidente es nombrado por el Rey cuando una mayoría parlamentaria aprueba su programa, y continúa en su puesto mientras no se consolide una mayoría alternativa que promueva la designación de un sucesor. Por ello, el hecho de que el Gobierno pueda dirigirse al Fiscal General, para exponerle sus inquietudes jurídicas, especialmente en materia penal, constituye un vehículo adecuado para que la opinión institucional se haga presente en el ámbito de la justicia. Además, al designar al nuevo Fiscal General, que cesa cuando lo hace el Presidente del
Gobierno, el poder político toma en cuenta el prestigio del candidato jurista, y su defensa de los valores constitucionales, según la propia visión del Gobierno de la mejor aplicación de nuestras leyes. Por ello, no puede afirmarse que el Fiscal resulte un extraño para el Gobierno democrático, al cual además debe informar de la situación de la justicia, y de cuantos asuntos sean muy relevantes, si con ello no se resiente la reserva de las actuaciones judiciales.
Debemos continuar así, pero no es bueno que se continúe sosteniendo en el público debate que nos encontramos como en épocas pasadas, cuando el Fiscal, como ocurre ahora en países de menor solera democrática, representaba la larga mano del Gobierno en el ámbito jurisdiccional.