¿Qué pasa por la cabeza de alguien que jaló un gatillo para asesinar a una madre con un recién nacido en brazos? ¿Quién da una instrucción de quemar un vehículo con bebés y niños?
¿Quién decide qué la vida de menores valga tan poco? ¿Qué hay detrás de una tragedia semejante? Pero sobre todo ¿Cómo se puede detener esto?
Hay pocas respuestas, muchas emociones y resistencias. ¿Indignación, miedo, tristeza o desesperanza? Tal vez una mezcla.
Los asesinatos cometidos contra la comunidad de los LeBarón duelen porque vivimos en una contracción constante y estamos normalizando la violencia.
¡Qué locura de país! Un día vemos en las redes sociales los videos de niños resguardándose de las balaceras y preguntando a sus padres qué pasa, y la siguiente semana, la foto de un menor disfrazado de narcotraficante se vuelve viral.
Puedo imaginar dos adultos detrás del lente, quizá viviendo en la misma ciudad, compartiendo los mismos problemas; pero con preocupaciones tan distantes.
Hace unos años, quienes repudiaban la guerra que declaró Felipe Calderón Hinojosa a la delincuencia organizada y la ineptitud de Enrique Peña Nieto, ahora justifican la trivialización que hace el presidente Andrés Manuel López Obrador a un problema que se le escapa de sus manos como si se tratara de una barra de jabón resbalosa: la seguridad nacional.
Calderón y López parecen enfrascados en una discusión motivada por el ego como muestra de un antagonismo absurdo que no conduce a nada, más que a la polarización y distracción que debilita cualquier intento de cohesión social.
En este intercambio, no hay un sólo aporte sustantivo e inteligente que permita dar un poco de luz al camino que hay que seguir para detener la violencia criminal.
En contraste, hay una realidad que irrumpe con la masacre de madres y niños.
Calderón falló, pero López Obrador, padece la ceguera del poder y el delirio provocado por su pensamiento obsesivo por pasar a la historia, sin atender los problemas del presente y echando culpas al pasado.
@nonobarreiro