No porque sea Día de Muertos, ni porque sigan saliendo consecuencias del jueves de Culiacán, ni porque se enciendan los países del continente cada uno a su modo, sino por todo eso y principalmente por nuestros propios muertos y desaparecidos y por nuestros huérfanos en esto que parece cada vez más una guerra sin final, es hora de empezar a preguntarnos cómo comprender este fenómeno de la violencia mexicana. Y verlo más allá de un mero asunto policiaco.
La vigilancia y el enfrentamiento de la autoridad con los delincuentes no parece ser por sí mismo un camino de pacificación. Claro que nadie se puede oponer al mejoramiento de las fuerzas federales, estatales y municipales, o a la instalación de centros de inteligencia y al uso de tecnología. Pero ni nos ha salido bien ni es suficiente. Los grupos de la delincuencia organizada reclutan nuevos miembros y suplen las “cabezas cortadas” con una facilidad asombrosa.
¿Hemos entregado nuestros jóvenes a la violencia? Deberíamos reconocer que, en muchos casos, sí: lo facilitamos y los empujamos. Lo primero, por vía de la impunidad. Si bien el temor al castigo no cierra las puertas a quienes han optado por ser parte de grupos criminales, la impunidad invita a hacer cuentas alegres a quienes aún no han cruzado la línea.
Y los empujamos. Hay quienes enfurecen cuando escuchan que la violencia tiene una raíz socioeconómica de desigualdad, pobreza, falta de oportunidades y desilusión. Argumentan que no es cierto que todos los pobres sean violentos. Claro, pero no es demasiado complicado comprender que, sin ser la pobreza y sus frustraciones un elemento único de la violencia, sí que está presente, sí que es parte de ese complicado coctel.
Si de lo que se trata es de disminuir la violencia, un programa como Jóvenes Construyendo el Futuro es indispensable. Igual, como no es todo el problema, no es toda la solución, ojalá lo fuera.
El abandono por parte de la sociedad, que a fin de cuentas es clave en la decisión de violencia, llega también por otras vías, como la falta de servicios médicos, de salud mental, de escuelas con apoyo psicológico o de ambientes solidarios que se vivan a tiempo. En México, las experiencias de justicia cívica, donde las instituciones pueden ubicar a jóvenes infractores y darles una oportunidad, son pocas e incipientes. Gastamos mucho más en cárceles y policías.
La violencia en un individuo tampoco es comprensible sin ese ingrediente de quiebre de la personalidad, cuyo origen habría que buscarlo en las relaciones domésticas. Este parece ser el lado más oscuro: de todos los abandonos posibles, el rompimiento de las garantías familiares es el que más consecuencias tiene.
Tal vez nos ayude a comprender las respuestas violentas el reconocimiento de que hemos optado por una política de puertas cerradas hacia cualquier dirección, incluyendo la educación, el desarrollo afectivo y las acciones remediales a tiempo, en medio de una vida que no tiene sentido sin un estándar alto de consumo.
En otro contexto, Hannah Arendt pensó en la banalidad del mal: resulta que matar llega a ser algo no tan serio. Y súmenle que en algún momento se toparán con un arma, aunque la razón para usarla sea banal.
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