Desayunaba savín, almorzaba sus sueños y, por la noche, cuando un amigo le presentaba a alguna chorba de calidad suprema, en vez de darle la mano, la ponía sobre su sonrisa vertical y decía, sin zozobras ni algarabías: mucho gusto... Tenía especial atractivo para las mujeres. Sin ser Alain Delon ni Paul Newman. Pero al hembraje le gustaban sus maneras bohemias, románticas, tan desapegadas de sí mismo. Solía decir que vino al mundo bajo el signo del amor y la autodestrucción. Se casó varias veces. Siempre con funcionarias con el riñón bien cubierto. Y vivió en Sevilla hasta el final, como aquella letra que le escribió a Camarón.
Tuvo puntería para elegir la cueva donde dar descanso al guerrero que llevaba dentro y se fijó en un piso coqueto y con mucho gusto de la calle Arfe, encima del puesto de calentitos de Juana Goyguro. Pese a tenerlo tan cerca, nunca jamás, de su puño nació un churro. Todo lo contrario. Para los gurús especializados en aquellas vanguardias de los setenta y ochenta, Carlos Lencero, junto con José Manuel Flores, el letrista de Lole y Manuel, rayaron a una altura de vértigo no solo como letristas. También fueron magníficos poetas populares y, en el caso de Lencero, un novelista tan cuajado y hecho como lo demuestra el libro que le dedicó a Luís de Morales. Está escrito en castellano de la época, que aprendió a escribir y manejar para darle mayor verismo a su relato. Por ahí andan una serie de cuentos inéditos sobre El Chozas de Jerez, El Borrico, Terremoto, Diego del Gastor y Fernanda de Utrera que un mecenas, de los que ocultan su nombre, trata de sacar a la luz para rendirle tributo a su memoria.
Lencero era de Badajoz, perdía el norte aprendiendo de los gitanos en Jerez y levitaba escuchando los ecos orientales del flamenco en el laúd de los músicos de Tánger. No fue hijo de la pradera alucinógena. No fumaba. Lo suyo era el vino gordo y la chispa fina. Que desparramaba sobre el papel cuando escribía cosas tan grandes en su sencillez como esta: «La luna no tiene sueño/tiene la luz encendía/yo le canto desde el Puerto/Puerto de Santa María». Del resto se encargaba Camarón. O los pasos alegres de la Pata Negra de los Amador para convertir una de sus letras en himno generacional: «Todo lo que me gusta es inmoral, es ilegal o engorda».
El disco de Los Chanclas, «Lencería Fina», es una recopilación de letras suyas donde la tinta no existe. Lencero la escribe con la mermelada delicada de su paladar. Agarren esto: «Las flores que me gustan/son las dos que tienes tú/ debajito de la blusa». El poeta brillante y maldito de Badajoz le escribió a Camarón, a Pata Negra, a la Macanita, a Diego Carrasco, al Potito…Todos sabían que en ese tintero no había tinta china; sino sangre española de un poeta que mojaba la pluma en la herida de su existencia. Pepe Begines recita y resucita esta maravilla: «Plaza de Tetuán, mocitas moras/Las chilabas blancas, las babuchas rojas/Plaza de Tetuán, mocitas moras/la de los labios de fresa, sueños de loca/Suena el laúd, brilla la seda/la buena yerba, la yerbabuena…».
A Camarón le firmó un libro que pasa por ser un pulso entre hombres escogidos. Una especie de face to face donde Lencero jamás se baja de su escalón y el de la Isla se mantiene en el suyo sin prodigios de equilibrista. Se jamaban muchísimo. Estuvieron juntos en el chalé de Umbrete con Juan el Camas y los Amador donde se parió «La Leyenda del Tiempo». Y cuentan que ha sido de los pocos tipos que lograron hacer que el isleño se saltara los monosílabos y encadenara conversaciones increíbles, incluso con oraciones subordinadas. En su libro hay un pasaje donde se recrea una situación probable, o no, en la Venta Vargas. Llega Camarón en una moto de alta cilindrada, alemana. Y al entrar se encuentra con Caracol cantando fandangos. La cejilla estaba en el traste 3. Camarón se pidió turno y mandó que la cejilla fuera al traste 4. Caracol se picó y se pidió el 5. Camarón lejos de arrugarse se pidió el 6. Un tono altito, casi para voz de mujeres. Caracol le echó casta y pidió el 7. Pero se congestionó. Las venas del cuello se le atascaron con el colesterol de la impotencia. No pudo con la metralleta camaronera. Y Camarón se fue casi sin decir adiós. Algunos interpretan este duelo, entre la realidad y la leyenda, como el pago con el que el gitano se cobró lo que dicen que el de Jerez dijo muchos años atrás sobre José: un niño con pelos rubios no puede cantar bien por bulerías…
Un año se llevó Lencero en la UCI con el páncreas como las peras al vino tinto, escribiendo letras sublimes en la anestesiada conciencia de las aguas entre la vida y la muerte. Luís Clemente lo pondera como un brillante poeta y una gran persona. Enamorado del mundo gitano y del flamenco, tieso por imperativo moral, tiraba el dinero cuando lo tenía en langostas, carabineros y bogavantes con cava para agasajar a sus colegas. Finalmente nos dejó con 55 años intensos, vividos y bebidos con sed de legionario, haciendo buena su letra: yo me quedo en Sevilla, hasta el final…