Muchas décadas antes de que yo accediese al privilegio de escribir en los periódicos, mi padre apareció una mañana en portada del diario local. Él y su tripulación habían arribado ilesos a La Coruña tras naufragar durante un temporal en las aguas inclementes del Gran Sol. Arrancaban los sesenta, el pesquero se llamaba el «Monte Jaján» y era todavía de madera. Un golpe de mar destrozó la precaria embarcación y la echó a pique. Mi padre, el jovencísimo patrón, ató a sus marineros a unos tablones y cumpliendo con las honorables leyes del mar fue el último en saltar. Existo de chiripa, pues estadísticamente deberían haber muerto todos ahogados. Pero sucedió un milagro. Cuando ya estaban al borde de la...
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