La carrera de Eamon Doyle ha sido circular: estudió pintura y fotografía en Irlanda en los ochenta, pero durante dos décadas se dedicó a la música. Fundó una compañía discográfica y un festival de electrónica en su Dublín natal, pero la ola digital que desestabilizó a la industria lo obligó a buscar otros caminos. Y así volvió a la fotografía. Vendió sus equipos musicales, compró una cámara y salió a la calle. Allí encontró una ciudad golpeada por la crisis, pero viva, con un ritmo peculiar. Sin demasiada premeditación, como él mismo confiesa, comenzó a capturar a los viandantes que eran, en realidad, sus vecinos. Y es que la mayoría de sus fotos fueron tomadas en la misma calle de su casa.
Impresas en gran formato e instaladas como mosaicos urbanos en las paredes de la sala Bárbara de Braganza las imágenes, a color y en blanco y negro, introducen al visitante en el movimiento de Dublín. La música no solo está presente en la cadencia que transmiten las fotos, sino en la propia sala. Junto con Niall Sweeney, comisario de la muestra, y su amigo y colaborador David Donohoe, Doyle presenta también una instalación en nueve pantallas en las que, mientras la música de Donohoe suena de fondo, se combinan y superponen sus retratos.
De ese primer trabajo tan urbano el visitante desciende a «K», una serie mucho más conceptual: imágenes de figuras envueltas en telas de colores vibrantes que Doyle contrapone a paisajes de una belleza desoladora. El título desvela a la verdadera protagonista: su madre. Cuando Katherine murió, el dolor de perderla impregnó el proyecto. Más aún después de que la familia encontrara las cartas que Katherine le había estado escribiendo a su otro hijo, Ciarán, fallecido años atrás. «El proyecto se convirtió en una reflexión sobre este duelo prolongado que reconocí en mi madre, pero también en mí», afirma Doyle.