Si se hubiera marchado unos minutos antes, nada más terminar la reunión de redacción, se habría cruzado con los asesinos en las escaleras de «Charlie Hebdo», o quizá ya en la salida, y entonces sí estaría muerto. Philippe Lançon (Vanves, 1963) se retrasó aquel día porque le quería enseñar un libro de jazz a un compañero. Aún se oían risas cuando un ruido seco, como el de un petardo, anticipó el desastre. Los hermanos Kouachi irrumpieron en la redacción al grito de «Alá es grande» y, dos minutos después, se hizo el silencio.
Desde el suelo, Lançon vio a Bernard Maris muerto, con la cabeza destrozada, y más allá las piernas de Fabrice Nicolino. Movió la lengua dentro de su boca y notó trozos de dientes por todas partes. Había sobrevivido al ataque, pero dos balas le habían destrozado la mitad inferior de la cara.
Lo que siguió al atentado fue un extraordinario levantamiento cívico. Millones de personas, encabezadas por unos cincuenta jefes de Estado y de Gobierno en París, y en muchas ciudades francesas más, reivindicaron la libertad de expresión frente a los radicales, capaces de vengar con doce asesinatos la publicación de unas viñetas de Mahoma.
De esta respuesta apenas habla Lançon en «El colgajo» (Anagrama). «La manifestación y el lema –“Yo soy Charlie”– tenían que ver con un suceso del que yo había sido víctima, uno de los supervivientes», pero para él se trataba de un «suceso íntimo»: los 282 días hospitalizado, la veintena de operaciones para reconstruir su cara, la larga rehabilitación…
La nueva vida íntima de Lançon se había reducido a un pequeño círculo formado por médicos y un puñado de amigos y familiares, y a la inspiración que le aportaban las relecturas de Kafka, Mann o Proust y la música clásica: «Mi única plegaria pasaba por entonces por Bach y Kafka: el primero me daba paz; el segundo, una forma de modestia y de sumisión irónica a la angustia».
Dueño de una sensibilidad y una erudición exquisitas, por algo es uno de los periodistas culturales más reconocidos en su país, el escritor francés, recuerda en «El colgajo» cómo vivió el atentado y el complejísimo proceso quirúrgico por el que pasó en una obra que es mucho más que un libro de superación.
En esta emocionante crónica, Lançon intenta buscar el sentido de la vida después de la muerte
Lançon convierte la crónica de su convalecencia en un emocionante intento de volver a darle sentido a esa «vida después de la muerte» a la que había sido condenado en su doble condición de víctima y paciente. La víctima, reflexiona, está obligada a ser inteligente: «A diferencia de aquellos de quienes depende, no puede permitirse ser débil». Pero a la vez el paciente es egoísta, como un vampiro: «Yo tenía muy poco que ofrecer, todas las reservas estaban destinadas a la lucha mental y quirúrgica».
El autor se refugia en la literatura para desprenderse de su vida pasada, la que acabó aquel 7 de enero de 2015, y entender ese tiempo interrumpido del que, asume, nunca podrá librarse. Como le escribió Kafka a Milena, es inútil romper la caldera del infierno porque, «en primer lugar, no se consigue, y, en segundo lugar, si se consigue, uno se consume en la masa ardiente que se derrama, y el infierno sigue existiendo en todo su esplendor».
Lançon debe aprender a convivir con un cuerpo transmutado, y por eso escribe. Escribe para aprender a vivir de nuevo.
Licencia para provocar
El día del atentado, dice Lançon, en Francia había poca gente que fuera Charlie: «El periódico solo tenía importancia para cuatro fieles, para los islamistas y para las distintas clases de enemigos más o menos civilizados». Unos meses antes habían pedido a los lectores un esfuerzo económico para evitar la quiebra, pero la respuesta no fue la esperada.
Habían pasado ya ocho años desde que en 2006 comenzaran a publicar viñetas de Mahoma, una decisión que causó una profunda indignación entre los musulmanes. Para eso había nacido «Charlie Hebdo», para provocar. Heredera de la tradición del periodismo francés que en el siglo XVIII atacaba con descaro a la familia real, esta cabecera comenzó su andadura en 1970. «Charlie Hebdo» no se vendió de forma masiva y cerró en 1981, para reabrir once años después.
Dominada por una ideología de izquierda radical, el periódico aboga por «la sociedad libertaria, permisiva, igualitaria, feminista, antirracista», señala Lançon. Sus chistes, viñetas y titulares incendiarios han bordeado a menudo los límites de la libertad de expresión. Críticos con la extrema derecha francesa o los integristas católicos, con la publicación de las viñetas de Mahoma recibieron amenazas de todo tipo: «El odio era una borrachera; las amenazas de muerte, habituales; los correos groseros, multitud».
En 2011 varios asaltantes incendiaron la redacción en respuesta a un número que se burlaba de la sharia. En caída desde 2006, apenas vendían 30.000 ejemplares de una tirada semanal de 50.000 cuando los Kouachi entraron en las oficinas y mataron a doce personas. Entonces varios medios franceses defendieron la necesidad de que «Charlie Hebdo» siguiera publicándose y les proporcionaron medios materiales.
El número especial que publicaron tras el ataque, con un titular que rezaba «Todo está perdonado», vendió más de cinco millones de ejemplares en todo el mundo. En la actualidad, el periódico dedica alrededor de 1,5 millones de euros al año para garantizar la seguridad de sus trabajadores.
«El colgajo»
Philippe Lançon. Traducción: Juan de Sola. Anagrama, 2019. 448 páginas. 21,90 euros. E-book: 9,99 euros.