Para los que nacimos a finales de los cuarenta y principios de los cincuenta del siglo XX, la vida productiva inició, generalmente, en 1970. Por lo tanto nuestra existencia ha transcurrido entre una y otra crisis económica.
En 1976, con Echeverría fue el populismo político y económico que provocó la depreciación del peso, el endeudamiento y el enfrentamiento con el empresariado que pudieron provocar un golpe de Estado.
En 1982 López Portillo trató, inicialmente, de reconciliar al gobierno con el sector privado y la sociedad. Sin embrago, su frivolidad y el exceso de gastos improductivos provocaron un mayor endeudamiento, déficit público y la nacionalización de la banca.
La de 1994, con Salinas, fue una crisis política, social y económica. Los asesinatos de Colosio, del Cardenal Posadas y de Francisco Ruiz Massieu, la rebelión del EZPLN en Chiapas. El aumento de las tasas de interés de EEUU y la pérdida de reservas.
Todo eso dejó a la sociedad y a la economía pendiendo de un hilo.
En 2008 la crisis fue un fenómeno mundial, se gestó en EEUU pero se mezclaron la voracidad financiera, balanzas de pago, políticas monetarias y, naturalmente, la situación interna de cada país.
Las crisis obedecen, pues, a fenómenos externos e internos. Pero en México predominan los factores internos que originan o agravan las crisis.
Estos son la dependencia económica y tecnológica, el endeudamiento y la insuficiente inversión en obras productivas, la pésima educación general que impide que seamos competitivos y el deficitario mercado interno.
Lamentablemente, el denominador común de esos factores han sido la corrupción y la ineficiencia de los sectores públicos y privados.
Hoy que está en ciernes una nueva crisis económica y social deberíamos analizar los errores que hemos cometido, para evitar, en lo posible, las aciagas consecuencias.
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