Al principio era difícil de creer. «Mira eso, tú», dijeron, y al fijarse bien descubrieron lo inaudito. Allí estaba: manchado con los colores cenizas del fuego, troceado en sus bordes por las llamas; pero, aún así, imperturbable en toda la magnitud de su significado se veía al busto de José Martí.
Todo ocurrió durante uno de los campamentos de verano de la Unión de Jóvenes Comunistas en Ciego de Ávila. La caravana de ómnibus avanzaba por la carretera hacia una piscina en las cercanías del poblado de Patria, en el municipio de Morón. Un poco más adelantado iba uno de los autos de los organizadores para asegurar cualquier detalle de último minuto; cuando se encontraron con un hombre, montado en un carretón y que vertía la basura casi sobre la carretera.
El ciudadano ni siquiera se había tomado el trabajo de caminar unos metros más para depositar los desechos en el vertedero. Lo mejor era lo más fácil: bota aquí mismo y si se tranca la vía o alguien se poncha o se rompe, pues que se las arregle porque esa no es mi «timba».
Después del llamado de atención, a punto de montarse en el carro, uno de los jóvenes divisó algo en la basura. Al principio no lo aceptó, a los demás también les resultó difícil de creer hasta que la realidad habló por sí sola. Sobre una lomita había un busto de José Martí, incendiado en su pedestal de desechos.
Hoy la esfinge se encuentra en custodia del Comité Provincial de la UJC de Ciego de Ávila. Pero al meditar el hecho, cuesta trabajo pensar que esa felonía, anónima por el momento, sea obra de un cubano. Sencillamente, las neuronas se resisten. Pero si la duda beneficia al sospechoso, tampoco lo exonera del todo de la señal de culpabilidad.
Al decir esto vale la pena interrogarnos sobre nuestra relación personal con Martí. Hablar y pensar sobre él, nunca será suficiente, como advirtió una mañana Cintio Vitier en un encuentro con trabajadores de Juventud Rebelde; pero no se respeta lo que no se conoce, y lo desconocido difícilmente genera cariño. De ahí en adelante, todos los caminos del mal son posibles de transitar.
Entonces, ¿conocemos de verdad a nuestro Apóstol? No nos referimos a la biografía general de su vida. Hablamos de algo más íntimo, al Martí de carne y hueso. Con sus grandes virtudes y defectos, si es que tuvo alguno, porque era un ser humano y eso lo hace más grande.
En los últimos tiempos, al menos tenemos esa impresión, a José Martí le han salido unos cuantos que recitan o hacen recitar de la «P» a la «A» y de carretilla cuantos detalles existen de su vida; pero esa acumulación de morfemas, a la usanza de una victrola histórica, posee el peligro de dogmatizar lo que se desea acercar porque al final se sube tanto al Héroe, que lo encaramamos bien lejos en un pedestal.
Frente a esa posición existe otra más íntima. La que respeta, conoce; pero en la que Martí termina convertido en un amigo. En un confidente, que te susurra consejos al oído. Que aconseja cuál es el mejor poema —sea de él o no— para enamorar a la novia de tu vida o el que devela en un murmullo los secretos de su vida, sus pesares, sus dudas, sus dolores mientras lees sus páginas. En la intimidad, él sonríe y cuando lees su Diario de Campaña no queda más remedio que decirle a ese amigo: «Caballo, la partiste». Y sabes que él sonríe porque sientes, desde la otra vida, cómo él pone el brazo sobre tus hombros y te da una palmada de cariño.
Ese es el Martí que uno quiere. Al Martí que pudo terminar envilecido por el presidio y, en cambio, tuvo la suficiente fuerza moral para no dejarse doblegar por los rencores y salir más humano. Vio la locura y la muerte delante de él. Vio el odio y no se doblegó. ¿Cuántas personas tienen esa capacidad, la de no dejarse llevar por las miserias humanas de la cotidianeidad? ¿La tienen los incendiarios de su busto? Por sus enseñanzas, a ese amigo no se toca. Se le respeta. Se conversa con él. Hasta se perdona, como él hacía con los que no lo querían. Por eso, para mancillar un busto de Martí, no hay que ser solo un ignorante. Hay algo peor. Hay que estar enfermo.