El bicentenario del nacimiento de Jacques Offenbach y el guiño mitológico que propone su «Orphée aux enfers» han sido razones suficientes para que el Festival de Salzburgo incluya una nueva puesta en escena de la obra en su actual programación. También habrá tenido importancia el hecho de que la música de Offenbach sea un referente internacional. El galop infernal del acto segundo, el imprescindible «can-can», es una música incorporada al folclore urbano con tal grado de autonomía que serán muchos millones de terrestres que reconozcan su agitación aun sin saber identificar el origen. Estos tres escasos minutos de música son el destilado del fulgurante éxito del que Offenbach disfrutó en vida. También en España. Recientemente, Enrique Mejías García ha estudiado su presencia en los teatros españoles decimonónicos donde, a través de transformaciones o de manera más o menos literal, «Orphée» se prodigó bajo títulos tan dispares como «Los dioses del Olimpo», «Orfeo en el infierno» o «¡Anda la diosa!». No hay que ser un genio para comprender el sentido paródico de tales intervenciones, coherentes con una obra que ya en origen fue adaptándose a los gustos del respetable incluyendo alusiones a las instituciones republicanas francesas, los tribunales de Justicia corruptos o, del otro lado, construyendo un mundo de cuentos de hadas al gusto de la época.
Estos datos y otros muchos más han debido estar encima de la mesa del director teatral Barrie Kosky en su primera colaboración salzburguesa. La propuesta se construye a partir de la versión inicial de 1858. Pero la «opéra-bouffon» se nutre de alguna idea de 1874 espolvoreada con detalles de otras. Es difícil identificar los límites porque el propio Kosky, en un alarde supremo de imaginación y dueño de una soltura técnica formidable, construye un espectáculo en el que convergen gestos del cine mudo, géneros teatrales y de variedades en una coctelera de lujosa surrealidad escénica cuya ejecución tiene la precisión de una máquina suiza.
«Orphée» causó escándalo el día de su estreno. El naturalista Émile Zola dijo estar ante un «frenesí de irreverencia», afirmación cierta, se vea desde el punto de vista que se quiera. Hoy, como todo es más fingido, parece adecuado entenderla desde la subversión, de manera que Kosky asume la crítica y la digiere colocando a bailarines de ambos sexos bailando el can-can en una fulgurante escena que da gusto a las familias por su apariencia de limpia y pulcra escenografía tradicional mientras satisface a los más perversos que quieren ver en el levantarse de las faldas una extraordinaria alineación de vulvas. Hay que entender que los tímidos abucheos que se escuchan cuando cae el telón, muy apagados por la arrasadora y entusiasta ovación de los demás espectadores que ríen en la Haus für Mozart, responde a quienes creyendo ver mucho se limitan a disfrutar poco.
Pero no sería justo reducir este «Orphée» a la ejecución de un número por muy referencial que sea y por mucho que incida en la tergiversación que proporcionan las variopintas referencias sexuales de esta producción. En la mixtura hay detalles enternecedores. El inserto de una barcarola que canta «La opinión pública» a telón bajado en el arranque de la segunda parte, que se acompaña desde el foso por un piano vertical y desajustado. Anne Sofie von Otter, en el límite de sus posibilidades vocales, logra su momento de gloria. Lo es también la sucesión de brillantes escenas coreografiadas por Otto Pichler, bien los abejorros o los dioses del Olimpo. Aunque el talento se pueda reconocer de forma más esencial en aquellas en las que el teatro es más puro. La escena del sofá centrada en Aristeos y Jupiter (Marcel Beekman y Martin Winkler) es un alarde de equívocos entre el texto y el gesto. O el juego del teatro en el teatro que construye toda la obra pero que se sublima en el primer acto llevado en un espacio teatral de decadente aspecto decimonónico.
Ya antes de comenzar la representación, una brillante embocadura perfila un telón cuyo ajado dorado demuestra que está en las últimas. Al levantarse, la escena reconstruye un viejo cuadrilátero, de suelo inclinado, delimitado por telones pintados: es la casa de Orphée y Eurydice en la que aquel toca un violín que ella odia. John Styx es un cómplice necesario, encarnado magistralmente por el popular actor Max Hopp, quien en alemán irá introduciendo los acontecimientos pero que, de momento, pone voz de ultratumba y onomatopeyas a los protagonistas. La agilidad de la escena es impecable y está muy divertidamente interpretada por Katrhryn Lewek, una Eurydice de armas tomar, y Joel Prieto, un Orphée de impecable fachada. La mezcla entre lo amplificado y lo real, la amalgama de mundos a una realidad posible pero no concreta, la crítica recuperación de un género que fue opulento, otorgan a este «Orphée» una condición singular. Kosky ha explicado que la representación es un panóptico de Offenbach y también en esto tiene razón.
Apurando, podría verse una pátina de nostalgia en el trabajo de Kosky, al margen del lujo más evidente que proporcionan los cristales de Swarowski que, por séptimo año, colabora con el Festival de Salzburgo adornando siete producciones. Aquí se han colocado 400.000 cristales en los trajes de los esqueletos, responsables de los cambios de escenario, bailar y comentar la acción. Y, aún, un pequeño y fundamental detalle para una representación de «lujo» que el sábado transmitió Arte y myfidelio.at. En la pequeña orquesta estaban varios primeros atriles de la Filarmónica de Viena. Al frente, el director Enrique Mazzola, en la actualidad principal director invitado de la Deutsche Oper en Berlín. El cuidado, la elegancia y la categoría del sonido complementaron extraordinariamente el retrato de un músico, judío alemán en París, siempre sonriente en las fotografías tras haber revelado a los mortales las bondades del inframundo y su alegre existencia.