Levantarse temprano, no hace falta que sea cuando canta el gallo, cuando todavía el relente invita a llevar abotonada la chaqueta. Se anda bien a esta hora, en amistad con el silencio y en compañía del aire que madruga para adecentar la atmósfera, barrer un poco los caminos y darles conversación a los árboles. La raya del amanecer está empezando a dibujar el contorno del paisaje, los pájaros celebran por adelantado el nuevo día y de los habitantes del cielo queda solo el lucero de la mañana (”el Lucero que invita al trabajo”, según dice Ovidio en su Metamorfosis), que es siempre el último en despedirse.
Dejarse luego a partir del mediodía gobernar por la pereza, que, diga el catecismo lo que diga, es en esta época del año una virtud, casi una bienaventuranza, y reposar la tarde con un libro (uno de esos libros de más de trescientas páginas que no tenemos tiempo de leer el resto del año) hasta la hora en que la naturaleza se recoge y se va poco a poco ensimismando en sus abismos interiores para que el mundo pueda descansar.
Dormir en el campo, a la intemperie, sin reloj ni teléfono móvil ni ningún otro artilugio, con una manta para el suelo y otra para abrigarse (se admite saco de dormir), y sin otros ruidos ni otras voces que no sean los de la noche y las del aire. Para la cual cosa, y a fin de que la experiencia resulte del todo placentera, convendría además seguir las siguientes instrucciones: alumbrarse únicamente con las luces del cielo; escuchar el silencio del firmamento y las conversaciones en voz baja con que aves, insectos, árboles, caminos, ecos y sombras entretienen el tiempo; contar las estrellas; pensar: “Y otro día que ha partido para siempre...”; quedarse un rato en paz con uno mismo y aguardar así a que venga el sueño.